jueves, 30 de mayo de 2013


DEL SEXO DE LAS PALABRAS CON EL ATLÁNTICO DE POR MEDIO
A finales de los noventas se organizó en Chile una cultural gresca con motivo del significado que la Real Academia Española adjudicó a la voz “Antofagasta”, nombre de la capital de la segunda región de Chile, al norte del largo y estrecho país. La definición de “persona que en una tertulia o café desentona o fastidia” aplicada a la voz aymara “salar grande” enconó tanto el nacionalismo chileno ─que por sí solo se basta sin tener que acudir a ayudas exteriores─ que la Academia decidió no incorporarla en su siguiente edición.

Andaba cercano mi regreso del Cono Sur y de aquel país y me vi impelido a exponer en un artículo que se publicó en ABC el 2 de marzo de 1998 ─”En torno a Antofagasta”─ las experiencias de un periodista mesetario con el rico castellano que se habla en los pueblos de América. Rico y diverso, preciso y respetuoso, ajeno a las corrupciones que se advierte en lo que llaman sin segundas intenciones Madre Patria.  
Así que escribía que había que ser cuidadosos para no herir sentimientos de pueblos que mantienen el orgullo nacionalista como un marbete de cuna, y no sólo por jóvenes. En el viejo Reino de Murcia hubo poblaciones que llevaron como un yugo sus topónimos. Uno de ellos, en la Vega Media, se llamaba Tiñosa y sobre sus solares abiertos entre el olivar se levantaban las airosas chimeneas circulares de las cerámicas que surtían de ladrillos las edificaciones murcianas de los sesentas. En cuanto llegó la transición política y los vecinos de la pedanía pudieron presionar al alcalde de la capital, Tiñosa, a medio camino entre Algezares y Los Garres, trocó su nombre en San José de la Vega, con lo que no sé si salió ganando.
Lo mismo ocurrió con una pedanía de Santomera, en la frontera con Alicante, denominada El Ciscar, nombre que el DRAE define como “soltarse o evacuarse el vientre”. Defendían los lugareños que el nombre procedía de cisca, sinónimo de sisca o carrizo, planta gramínea cuyas hojas sirven para forraje y que constituía una verdadera plaga de sus campos; así que para evitar bromas de mal gusto, el pueblo pasó a llamarse Siscar. 
La variedad del castellano en los pueblos de España y las sorpresas que sus diversas hablas deparan se potencian cuando el idioma se complementa y enriquece con el español de América.
Usted puede coger un taxi en España y en gran parte del mundo, e incluso puede notificarlo así a quien le interese, pero le advierto sobre el uso de esa expresión en Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Cuba y México, donde el significado de coger aplicado a “cópula carnal” le puede acarrear la sonrisa primero y la frase inevitable, después: “como no sea por el tubo de escape”.
El complejo y diverso español de América depara sorpresas de un país a otro y te deja el regusto de lo añejo, en unos casos, de la sorpresa, en otros, de la riqueza de léxico, siempre. Algunos verbos de uso cotidiano en la Península están en desuso en prácticamente todo el continente. Por ejemplo, ponerse de pie y beber. En el primer caso es pararse, acepción que el Diccionario de la Real Academia adjudica también a Murcia --quizás en la frase, tan común: “Nene, quédate ahí parao”--, y así los españolitos escolares recién llegados a América permanecen sentados como estatuas cuando el profesor les manda “párense todos” y se sorprenden viendo a sus compañeros levantarse como reclutas. Y de ahí a ampliar el verbo solo hay un paso. A uno se le paran los pelos, para decir que tiene los pelos de punta. También a uno se le para el pene, para significar que sufre una violenta erección.
Tampoco en América se bebe, sino que se toma y en su acepción más vulgar, se chupa. El borracho está tomado, chupado o curado, el sediento toma agua y si usted va a un restaurante y el camarero le pregunta nada más sentarse, “qué va a tomar”, no responda “un poco de jamón y queso para empezar”, porque le cruzará los cables al mozo, a no ser que sea gallego, en cuyo caso le devolverá una sonrisa.
 

En nuestro deambular por la América española encontraremos palabras arcaizantes, como el endenantes, por antes, y el intertanto, por entretanto,  de los chilenos. Verá que nuestras frutas y verduras tienen nombres poéticos o sorprendentes: durazno, el melocotón; damasco, el albaricoque; frutilla, la fresa; chauchas, las judías verdes; arvejas, los guisantes; frijoles o porotos, las habichuelas; tunas, los higos chumbos; palta, el aguacate. Con 73 años, ya ciego, Jorge Luis Borges llegó a Madrid y se organizó una improvisada tertulia en torno a mi viejo magnetofón, sus ojos vacíos y su bastón tembloroso bajo su mano.
Otro día rememoraré aquel instante mágico, pero al referirse a las palabras  de España, decía que le costaba trabajo llamar melocotón al durazno, y repetía el nombre –du-ras-no, así decía, como un verso de soneto-- para transmitir la belleza de la palabra.
Cada español de América tiene su canto, a cual más sonoro. El chileno se come las eses como los murcianos y los extremeños, pero esas eses vuelan hacia Bolivia, Ecuador, Perú y Colombia y silban entre los dientes de sus nativos como alfileres. No conozco español hablado más eufónico que el que se dice en Colombia.
El vos por el tú podrá escucharse en todo el Río de la Plata y en Centroamérica; en los hogares chilenos se oirá a una madre reconviniendo a su hija de dos años, con la expresión “Mire usted, mi guagüita, eso no se hace”. La primera vez que la oí recordé una lejana conversación con Matilde Urrutia, ya viuda de Pablo Neruda, quien me confesaba que se hablaban de usted en sus conversaciones privadas y en sus juegos de Isla Negra, La Chascona o La Sebastiana, las tres casas mágicas del poeta: “En Chile, conforme más nos queremos, pasamos de a poco del tú al usted”, me dijo entonces, caliente aún la muerte de su marido, lejana todavía la suya.
Como el “coger” de los españoles para numerosos oídos de allá,  hay palabras que resultan estridentes a los nuestros, como el nombre genérico que se le da a una carrera de caballos y por extensión a los juegos de azar, como la lotería y las quinielas. Se trata de la polla, nombre dado al monto total de las apuestas que se reparte entre los jugadores. Y así puede leerse un correctísimo titular de diario dominical, “Hoy se corre la polla del presidente” y otro, no menos correcto, “El obispo se sacó la polla el domingo”.
Si en algunos países los taxis se llaman, se agarran o incluso se toman, en otros hay que llevar cuidado en la despedida al taxista, especialmente si el pasajero es mujer,  y no decirle eso de “quédese con el pico”, para indicar que se quede con el cambio, so pena de que el rostro del conductor sufra un violento enrojecimiento y sus ojos vuelen ofuscados hacia la bragueta por si ha dejado escapar su “pico” en el fragor de la conducción.
Cuando el sol de la primavera anuncia en octubre que el verano austral se acerca, los gimnasios compiten, como en todas partes, en recordarle a uno que está físicamente destrozado y no va a poder “levantar una mina” o “pinchar con una lola” (ligar una chica), si persiste en mantener su silueta michelinesca. Así que bombardean con sus anuncios como si anduviera cercana la hora del Juicio Final. En esas fechas se puede abrir un periódico  y descubrir el trazo de un hermoso cuerpo femenino en el que se destacan, sobre todo, unos glúteos altos, respingones, casi una barra de bar, y al lado, la leyenda “se acerca el verano, levante la cola”. La confusión que invade al viajero novato se solventa con la explicación de que la cola es el culo, palabra malsonante, “mala palabra” para los ríoplatenses, “garabato” para los chilenos. 
Pero en pocos días su alma se despojará de las asperezas castellanas de nuestro idioma al escuchar salir las palabras con tanta fluidez y suavidad --volanderas las eses, remarcadas las bes altas y las bes bajas (no dicen uve), ahormada la sintaxis--, que el oído se le acostumbra y las entendederas se le enternecen. Y cuando quieren imitarle el habla bronca, arrogante, perentoria, de los españoles, meten la barbilla en la garganta, engordan la voz y en tan difícil postura dicen: “pues, hombre, coño, joder”, y concluyen: “Así hablan ustedes”. 
Los misioneros que viajaron a Filipinas optaron por un sistema opuesto a los que llegaron a América y decidieron aprender ellos el tagalo para evangelizar a los infieles en su propia lengua. Los filipinos fueron incorporando a su habla las palabras que captaban de las conversaciones entre los frailes, hasta el punto de considerarlas propias y así, me cuentan que cuando un español les habla de la paella, se sonríen ellos y dicen “esa es nuestra”.
Una vez quise agasajar a una hermosa española descendiente de filipina y telefoneé a la embajada para preguntar por alguien que pudiera traducirme Princesa al tagalo. La telefonista se ofreció a ayudarme y con verdadero orgullo me dijo: “Se dice Prinsesa, señor” y me deletreó la palabra letra por letra como si estuviera hablando con un extraterrestre. Lo era, quizás, porque la española sigue siendo tan hermosa como el canto de una tórtola en la amanecida.

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