Varios

PRIMER CURSO DE VERANO DE REPORTEROS SIN FRONTERAS EN LA SEDE DE LA UNED EN ÁVILA  (2009)

 
Los dos cursos de verano que RSF realizó en las sedes de la UNED de Ávila (2009) y Pontevedra (2010) no habrían sido posibles sin el impulso inicial del entonces secretario general de RSF Rafael Jiménez Claudín, el Gerente de la UNED, Jordi Montserrat, que nos dió toda clase de facilidades, y David Sánchez-Paunero, director de Comunicación y Márketing de la UNED en aquellos años.
En el caso de Ávila, fue Alejandro González Raga del grupo opositor cubano en el exilio quien se aplicó a recoger en vídeo y subir a You Tube todas las intervenciones.
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Vídeos completos del curso

http://www.cubaliberal.org/RSF-UNED/RSF-UNED.html
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SEGUNDO CURSO DE VERANO DE REPORTEROS SIN FRONTERAS EN LA SEDE DE LA UNED EN PONTEVEDRA (2010)
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PRESENTACIÓN DEL LIBRO "LA CLASE MEDIA SEDUCIDA Y ABANDONADA" DE ALBERTO MINUJÍN Y EDUARDO ANGUITA (EDHASA 2004)

(Casa de Argentina. San Enrique, 4 Madrid. Martes 8 de junio de 2004)
  
Si les soy sincero, lo que más me ha seducido de esta presentación no es alabar el libro de Eduardo Anguita y Alberto Minujín, que se basta y se sobra para salir adelante sin mis comentarios, sino compartir tiempo con un personaje protagonista de otro libro de Eduardo, “Sano juicio”, que principia con un Carlos Slepoy manejando un auto manifiestamente mejorable y leyendo de reojo el diario “El País”. Era sin duda un comienzo de novela negra que me tenía conmovido. Así que celebro conocerte, Carlos.
Lo que ocurre es que mi conocimiento de la Argentina abismal que se refleja en el libro solamente es producto de la lectura de los periódicos. Yo conocí otra Argentina –en definitiva, la misma- a finales de los ochenta y como la mayoría de los nuevos forasteros quedé fascinado por sus principales ciudades, especialmente Buenos Aires, la única ciudad europea del mundo, puesto que Roma es italiana, París, francesa; Madrid, española, Londres, inglesa. Buenos Aires, europea. Bueno, como todo forastero primerizo creí aprehender la esencia porteña en mis primeros meses de estancia hasta que descubrí que era un espejismo del mismo calibre de quien cree comprender la transubstanciación, la santísima trinidad o el peronismo. De ahí en más me fue ganando el pesimismo porque por mucho que fuera mi amor por ese país –y no conozco a nadie que haya vivido allí y no lo ame profundamente- era mayor mi incapacidad para entender sus dislates, su vertiginoso tobogán de tocar el cielo con las manos hoy y sumirse sin pausa en los infiernos concéntricos conocidos de tan recurrentes.
Fui a Argentina como jefe de la corresponsalía de la agencia EFE en Buenos Aires y adelanté mi viaje para coincidir con la visita oficial de Felipe González a Raúl Alfonsín en octubre de 1987. Aquella visita quería ser un espaldarazo para un alicaído Alfonsín a quien le costaba recuperarse del levantamiento “carapintada” de Semana Santa que había minado más de lo que en ese momento se podía pensar su prestigio interior. El dólar ya valía tres australes por billete verde. Cuando me fui, el cambio había llegado a los diez mil australes por dólar. Les voy a intentar contar mis primeras impresiones nada más tomar el remise que había mandado la Delegación a recogerme.
--No vi ni una sola grúa o pluma de la construcción desde Ezeiza hasta la calle Guido, en pleno barrio de la Recoleta.
--Apenas nos adentramos en la ciudad sentí el olor de la carne quemada, de los asaditos callejeros.
--Los hombres del barrio en el que iba a vivir los próximos cinco años vestían con gran sentido de la formalidad:  de azul oscuro, o de gris, o los más osados, de gris y azul, es decir, con blazier. Las mujeres llevaban muy bien los trapos y predominaban las elegantes y hermosas.
Apenas unos días después:
--Las numerosas librerías exhibían libros que no hacían más que preguntarse por la identidad del argentino. Algunas presentaban todas las publicaciones sobre el particular –desde el “Hombre que está solo y espera” hasta el último de Marcos Aguinis- en un gran tablero. Cuando casi diez años después regresé a España no me extrañó ver la misma orgía de la duda referida menos a lo español que a España. 
--Los barrios de Buenos Aires eran hermosos, pero en absoluto parecidos a la Recoleta o a Palermo chico, y en las conversaciones era recurrente la alusión a la desaparición de la clase media argentina.
Desde aquellos tres australes por dólar hasta los diez mil todo fue a tumba abierta. No puedo olvidar un fenómeno inédito para mí –realmente, la mayor parte de lo vivido en Argentina fue novedoso-: los feriados cambiarios y bancarios que te obligaban a tener efectivo en la cartera, ya fuera en dólares o en australes, o a pagar con tarjeta de crédito que de manera asombrosa seguían vigentes. Recuerdo que en un restaurante de la Recoleta, la Munich (no sé de dónde su género femenino), no permitían pagar más que en efectivo. Pues bien, con ocasión de feriados bancarios, la Munich se abarrotaba de comensales aunque sólo comieran su revuelto de Gramajo, clientes de clase media-media y media-alta, que exhibían sus fajos de australes como si fuera dinero del bueno cuando realmente se depreciaban a cada segundo.
También desconocía yo el fenómeno de los bonos provinciales. En febrero de 1988, mi amigo el charanguista Jaime Torres me invitó a acudir al Tantanakuy de Jujuy, en la quebrada de Humahuaca. No recuerdo la causa que hizo que me recogiera en el aeropuerto el gobernador provincial, quien me ofreció hojas verdes de una bolsita de plástico. Eran hojas de coca y él mismo me enseñó a coquear para que no me apunara en la quiaca. En aquellos días, por cada austral con que pagaba me daban cambio en papeles jujeños. Se me informó de que la mayoría de las provincias norteñas sobrevivían con estos bonos, y que se podía comerciar con ellos siempre que se tuviera cuidado de recambiarlos por moneda nacional cuando se abandonara la provincia.
En fin, en aquellos ya lejanos años ya estaba implantada la Argentina invertebrada (en las provincias entre sí) e insolidaria (sobre todo en los estratos más poderosos de la población) que los posteriores golpes políticos y económicos han institucionalizado.
La imagen más plástica de la caída de la clase media, fue en mis visitas semanales al mercadillo de antigüedades de la Plaza de San Telmo.
Cuando se disparó la inflación comenzaron a aflorar las bellas adquisiciones que los argentinos de principios del siglo XX habían conseguido en Europa. Eran espectaculares los vidrios, las bandejas y cubertería de plata Sheffield, las porcelanas, las sedas... Recuerdo a una señora que iba de puesto en puesto tratando de vender tres bandejas de plata Sheffield que hacían juego a 150 dólares las tres. Los puesteros le contraofertaban 50 dólares y en un momento de su paseo la señora estuvo a punto de aceptar 60 dólares. Hasta que alguien que se encontraba conmovido como espectador del drama pagó el precio que pedía ante las miradas de odio de quienes querían hacerse con el material a un precio irrisorio. Amigos míos vendían sus autos recién comprados, un peugeot 504, por ejemplo, que en aquel momento era considerado un autazo, por 6.000 o 7.000 dólares. Comenzaron los saqueos de los supermercados. Aquello fue el aldabonazo mundial: saqueos en el granero del mundo, nada menos. Alfonsín ya no supo controlar la situación y un populista Menem que le había ganado sucesivamente a Cafiero y al candidato radical, el gobernador de Mendoza, asumía la presidencia antes de tiempo. La situación era tan grave que Menem jugaba al fútbol con Maradona para distraer al personal, pero lo cierto es que el vértigo del abismo llamaba de nuevo a las puertas de Argentina.
Recuerdo vívidamente  los apagones de SEGBA, que te obligaban a conducir por Baires sin semáforos como en una pesadilla. Recuerdo la de gente que llegué a conocer por la de números que estaban ligados a la línea de uno, gracias a ENTEL. Conversaciones de a tres y de a cuatro.
La llegada de Menem al poder hizo que las empresas norteamericanas se retiraran de Argentina. Felipe González volvió a apostar por el país. Le siguieron franceses, italianos y alemanes, pero los gringos se fueron. Años más tarde, en 1993 o 1994, el ministro Brown, que moriría en accidente años después en Yugoslavia, hizo una macrogira por el Cono Sur para volver a posicionar  a los EE.UU. en la zona. Ante la pregunta de por qué se habían ido de Argentina en 1989, dejando situados a los europeos, respondió, simplemente, “Nos equivocamos. Por eso estamos ahora aquí”.
De nuevo la clase media argentina comenzó a tirar manteca al techo. Sólo unos pocos alertaban sobre las consecuencias de las políticas de Domingo Cavallo. Buenos Aires era de nuevo una fiesta. Me fui a Chile sin ver las obras de Puerto Madero y en el 96 me vine a España sin pasar de nuevo por mi adorada ciudad.
Desde entonces han pasado muchas cosas en Argentina. Unas convulsiones terribles, un desencanto casi irreversible, un reencuentro con la solidaridad de base, una desesperación en los mensajes –ese tremendo “que se vayan todos”- y la esperanza en un personaje que yo les confieso que me parece profundamente peculiar. Me refiero obviamente al presidente Kirschner, cuyo nivel de popularidad se mantiene en cotas espectaculares (no olvidemos, sin embargo, los niveles alcanzados en su día por Alfonsín y por Carlos Menem). Verán. Durante años Néstor Kirschner fue gobernador de Santa Cruz, posiblemente la provincia más rica de Argentina. En mis viajes a Río Gallegos, capital de la provincia, tras volar sobre millones de ovejas y de yacimientos minerales, pensaba que me encontraba ante un destartalado poblado del Far West y me preguntaba a dónde iban a parar los dineros  de tanta riqueza ganadera, minera y turística, con el Perito Moreno y demás maravillas.
Años después el gobernador devino a presidente y para mí, y ustedes disculpen, seguimos ante una incógnita. Aunque hago votos con ustedes para que de nuevo no se trunque el sueño argentino de permanecer para siempre como un país normal, por supuesto que del primer mundo, pero normal. Y sea posible aquella llamada algo paternalista de un Ortega y Gasset cuando les decía a sus seguidores porteños de la época: “Argentinos, a las cosas”, fascinado como tantos de la capacidad lúdicodialogante de unos personajes capaces de reírse de sí mismos en los momentos más dramáticos y acuñar frases como “A la parálisis por el análisis”, absolutamente sublime.

(La presentación terminó como el rosario de la aurora. En mi bisoñez no me había percatado hasta que ya no tuvo remedio que me encontraba en pleno territorio Kirschner... y se armó la podrida)
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PRÓLOGO AL LIBRO "VIAJE POR EL SÁHARA OCCIDENTAL - EL BADÍA" DE MARIANO SANZ NAVARRO (DM - MURCIA 2007)

OTRA MIRADA

Para degustar el placer del viaje que nos ofrece Mariano Sanz Navarro en su El Badía simplemente basta con calzarse unas babuchas, espatarrarse bajo una morera real con una “palomica” de aguardiente anisado al alcance de la mano y disfrutar de este recorrido mariano hacia el umbral del desierto que un día fue la 53 provincia española.

Mariano Sanz aplica su vocación renacentista en la que se confunden el conocimiento técnico, las ciencias del alma y las disciplinas del espíritu para contar cuanto le ocurre a un terceto de españoles que decide bajar desde Murcia hasta la Villa Cisneros de nuestra aventura colonial y capuzarse en las dunas alunadas que se van encontrando. Si Murcia con Almería constituyen el desierto de Europa, el viaje de Alejandro García, Gonzalo Sánchez y Mariano Sanz es un desplazamiento entre desiertos, entre la nada y más allá de la nada, repleto sin embargo de tantas aventuras y detalles como granos esconde una granada.  La lectura de El Badía me ha proporcionado la mirada que desde hace 30 años venía necesitando para tratar de encajar en mi percepción de la realidad las piezas del rompecabezas sahariano. Como enviado especial de ABC llegué a El Aaiún los primeros días de junio de 1975, pocas jornadas antes de que el capitán marroquí Abua Chej equivocara las órdenes, tomara el enclave de Mahbes aprovechando la salida en maniobras de la Legión y terminara siendo poco después con su gente los primeros prisioneros en acción de guerra del ejército español desde seguramente la clandestina guerra de Ifni. En aquel mes de junio hacía pocas semanas que se habían producido las manifestaciones que dieron visibilidad política al Frente Polisario con motivo de la visita de la delegación de la ONU al territorio. El general Gómez de Salazar ejercía de ecuánime gobernador de la provincia. El coronel Rodríguez de Viguri, verdadero cerebro gris de los planes políticos en el territorio, creador del PUNS en contraposición a los “rojos” del Frente Polisario, mangoneaba en lo posible las volubles voluntades de los notables componentes de la Yemaá y disfrutaba realizando verdaderos ejercicios malabares de ocultación y rasputineo. Pero Viguri no pudo evitar que el secretario general del nuevo partido, Hali Henna, huyera a Rabat con las 200.000 pesetas de la caja del partido para rendir vasallaje a Hasán II. Ni que el presidente de la Yemaá, El Jatri, se hincara de rodillas ante el rey marroquí en los primeros días de noviembre de aquel 1975.
Otros altos oficiales del ejército español vivían con profesionalidad los últimos momentos de nuestra presencia en aquel territorio. El coronel Bourgón, jefe del Estado Mayor, quien después sería el primer director del CESID; su segundo, el teniente coronel Miguel Íñiguez, quien años más tarde acompañaría al teniente general Gutiérrez Mellado en la reforma del ejército y terminaría siendo jefe de su Estado Mayor; el coronel Timón Lara, jefe del Tercio Don Juan de Austria de la Legión, ascendido a general antes de su regreso a España; los Pardo de Santayana, verdadera élite del ejército de Tierra; el coronel San Martín, en su momento, mano derecha del almirante Carrero Blanco y posteriormente condenado por su participación en el intento de golpe de Estado del 23-F, y el comandante Agustín Muñoz Grandes, a la sazón jefe de la unidad de helicópteros.
Los rumores de abandono y huída fueron tomando cuerpo durante aquel desgraciado verano y en el otoño víspera de la enfermedad mortal de Franco. En la que sería su última visita, el Príncipe de España, Don Juan Carlos, acudió el 2 de noviembre al Sáhara a levantar la moral de una oficialidad que intuía que se preparaba una escapada vergonzante. Las palabras de aliento del Príncipe, que desconocía la decisión del Gobierno de evacuar el territorio, serían comentadas por el coronel Eduardo Blanco, ex director general de Seguridad y a la sazón responsable desde Madrid de las cuestiones saharianas con la frase: “La borbonada nos va a costar una guerra”. Porque la guerra era lo que a toda costa quería evitar el gobierno de Arias Navarro con un Franco en declive y un rey de Marruecos ya entonces bienquisto por los norteamericanos. La perspectiva de un ejército africano con reivindicaciones del estilo de las mostradas por la oficialidad portuguesa un año antes se presentaba insufrible al débil gobierno Arias.
Meses después de la escapada y con motivo de la designación por la revista Blanco y Negro de Adolfo Suárez como hombre del año, Luis María Anson, que nunca ha dado puntada sin hilo, convocó a políticos del régimen, obviamente, a empresarios, banqueros y periodistas para arropar el almuerzo de homenaje. En un aparte, un José Solís Ruiz, apodado de antiguo “la sonrisa del régimen”, comentaba con presunto gracejo andaluz su visita a la tienda de campaña en la que el rey Hasán II se alojaba durante la Marcha Verde. Narraba el ministro la preocupación que existía en el gobierno, con un Franco agonizante y una opinión internacional en contra. Así que al llegar ante el astuto rey le estampó: “Majestad, de andaluz a andaluz, esto hay que arreglarlo”.
La Marcha Verde y la salida española del Sáhara colmó a muchos de cuantos seguimos de cerca los acontecimientos de una profunda melancolía en el dañino sentido que le aplicara Pablo Neruda en su Canto General: “Yo vi llegar a mi corazón, como una copa que odio, la vieja melancolía”. Habíamos vivido las bombas que hacían explotar activistas de un promarroquí y fantasmagórico Frente de Liberación y Unidad (FLU) contra intereses españoles. No sabíamos sin embargo que mientras se afrontaba la Marcha Verde, España sólo se mantenía en El Aaiún, Villa Cisneros, Güera y Smara.  Todos los demás enclaves habían pasado a manos marroquíes, mauritanas y algunos, pocos, del Frente Polisario, que nuevamente mostró su torpeza: primero luchando contra España y cuando la marcha marroquí, refugiándose cerca de la frontera argelina.
La frustración y la melancolía me impidieron volver al desierto, al mojón de las tres meadas (el que dividía Marruecos, España y Argelia), por ejemplo, donde hicimos un alto antes de dejarnos apresar, como era nuestra intención, por los polisarios que mantenían secuestradas dos patrullas militares españolas. Pero fueron los argelinos los que nos “retuvieron” en Tinduf y nos pusieron dos días después de nuevo en la frontera. No volví al lugar donde el mítico pájaro de la jabara se adelantaba a Internet y difundía casi al instante las noticias de un confín a otro del inmenso y deshabitado territorio. Ni acudí para escuchar de nuevo la música del desierto que desde hace milenios se reproduce todas las noches del tórrido verano por efecto de la diferencia de temperatura. De los 60 grados del mediodía a los 20 grados nocturnos existe tal gradiente que hace gemir a las piedras al resquebrajarse, emitiendo diferentes sonidos según su textura.
Tampoco viajé a Marruecos. Algo había que me hacía desistir de cualquier viaje que tuviera como destino alguna de las hermosas ciudades marroquíes. Y ha sido más de 30 años después cuando la mirada poliédrica, abarcadora y divertida de Mariano Sanz en este libro me ha mostrado todas mis carencias por haberme quedado anclado, como una estatua de sal, en nostalgias y preconceptos paralizantes.
Ciertamente no me seduce un Sáhara marroquí, como tampoco, un Sáhara argelino. Detesto comprobar que las líneas de dunas deben alternarse con los muros defensivos marroquíes en un genuino intento de ponerle puertas al campo. Me agobia la visión de los campamentos de Tinduf donde todo un pueblo parece estar sirviendo de moneda de cambio de los intereses de potencias europeas y magrebíes que lo mantienen suspendido en el tiempo como verdaderos hijos de las nubes. La propaganda interesada nos ha llevado a olvidar la resolución de la Corte de Justicia de La Haya que en su sentencia de 16 de octubre de 1975 concluyó que los elementos e informes puestos en su conocimiento no establecían la existencia de ningún lazo de soberanía territorial entre el territorio del Sahara por una parte y el reino de Marruecos o el conjunto mauritano por otra. El Tribunal no había comprobado tampoco la existencia de lazos jurídicos cuya naturaleza modificase la aplicación de la Resolución 1514-XV en cuanto a la descolonización del Sahara occidental y en particular la aplicación del principio de autodeterminación, gracias a la expresión libre y auténtica de la voluntad de las poblaciones del territorio. Ocurre, sin embargo, que en el mundo globalizado en que vivimos parece cada vez más improbable también un Sáhara independiente, con lo que sin advertirlo regresamos al principio del sueño que un día tuvieron quienes se rebelaron torpemente contra la administración colonial española. Para situaciones así nos sirve el ojo de saltamontes afacetado que nos proporcionan libros como El Badía con su virtualidad de ampliarnos el horizonte y entre bocado y trago de la frasca clandestina adentrarnos en la vida cotidiana y en la historia de ese espacio que hemos convenido que se encuentra entre la nada y más allá de la nada, hilvanándonos historias llenas de interés, estupendamente enjaretadas en las singladuras del viaje. Muchas de ellas tan reales como los festejos en las jaimas y las largas salmodias de saludos entre los invitados.
Y de paso, nos abstrae de la política que en mi limitada experiencia prevaleció lamentablemente sobre los paisajes, las gentes y las costumbres; en definitiva, sobre el viaje. Eso es lo que también nos proporciona Mariano Sanz. Con la meticulosidad de un viajero de los de antes de la televisión, el autor va anotando en su cuaderno de viajes los detalles -los importantes y los nimios- de sus encuentros con ciudades, escenarios y personajes, sin eludir las contradicciones en las que a menudo caen sus interlocutores en su afán por llevar las aguas a su molino. Mariano Sanz sabe mezclar con maestría sus experiencias, sus pálpitos y sus lecturas hasta obtener un cuadro de situación que sólo podrá disgustar a quienes alimentan los dos extremos de la desgraciada historia del pueblo saharaui como corresponde a las miradas de viajero que pretenden recoger la realidad y con ella, la verdad, aunque choque con las propias convicciones. Es esa otra mirada que tanto se agradece cuando el encono o el olvido amenazan como en este caso el futuro de todo un pueblo.
 
(El libro fue presentado en el Club La Opinión de Murcia el 26 de febrero de 2007)

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