PRIMER CURSO DE VERANO DE REPORTEROS SIN FRONTERAS EN LA SEDE DE LA UNED EN ÁVILA (2009)
Los dos cursos de verano que RSF realizó en las sedes de la UNED de Ávila (2009) y Pontevedra (2010) no habrían sido posibles sin el impulso inicial del entonces secretario general de RSF Rafael Jiménez Claudín, el Gerente de la UNED, Jordi Montserrat, que nos dió toda clase de facilidades, y David Sánchez-Paunero, director de Comunicación y Márketing de la UNED en aquellos años.
En el caso de Ávila, fue Alejandro González Raga del grupo opositor cubano en el exilio quien se aplicó a recoger en vídeo y subir a You Tube todas las intervenciones.
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Vídeos completos del curso
http://www.cubaliberal.org/RSF-UNED/RSF-UNED.html
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SEGUNDO CURSO DE VERANO DE REPORTEROS SIN FRONTERAS EN LA SEDE DE LA UNED EN PONTEVEDRA (2010)
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PRESENTACIÓN DEL LIBRO "LA CLASE MEDIA SEDUCIDA Y ABANDONADA" DE ALBERTO MINUJÍN Y EDUARDO ANGUITA (EDHASA 2004)
(Casa de Argentina. San Enrique, 4 Madrid. Martes 8 de junio de 2004)
(Casa de Argentina. San Enrique, 4 Madrid. Martes 8 de junio de 2004)
Si les soy sincero, lo que más me
ha seducido de esta presentación no es alabar el libro de Eduardo Anguita y
Alberto Minujín, que se basta y se sobra para salir adelante sin mis
comentarios, sino compartir tiempo con un personaje protagonista de otro libro
de Eduardo, “Sano juicio”, que principia con un Carlos Slepoy manejando un auto manifiestamente mejorable y
leyendo de reojo el diario “El País”. Era sin duda un comienzo de novela negra
que me tenía conmovido. Así que celebro conocerte, Carlos.
Lo que ocurre es que mi
conocimiento de la Argentina abismal que se refleja en el libro solamente es
producto de la lectura de los periódicos. Yo conocí otra Argentina –en definitiva, la misma- a finales de los ochenta y como la mayoría de
los nuevos forasteros quedé fascinado por sus principales ciudades,
especialmente Buenos Aires, la
única ciudad europea del mundo, puesto que Roma es italiana, París,
francesa; Madrid, española, Londres, inglesa. Buenos Aires, europea. Bueno,
como todo forastero primerizo creí aprehender la esencia porteña en mis
primeros meses de estancia hasta que descubrí que era un espejismo del mismo calibre de quien cree comprender la
transubstanciación, la santísima trinidad o el peronismo. De ahí en más
me fue ganando el pesimismo porque por mucho que fuera mi amor por ese país –y
no conozco a nadie que haya vivido allí y no lo ame profundamente- era mayor mi
incapacidad para entender sus dislates, su vertiginoso tobogán de tocar el
cielo con las manos hoy y sumirse sin pausa en los infiernos concéntricos
conocidos de tan recurrentes.
Fui a Argentina como jefe de la
corresponsalía de la agencia EFE en Buenos Aires y adelanté mi viaje para
coincidir con la visita oficial de Felipe
González a Raúl Alfonsín en octubre de 1987. Aquella visita quería ser
un espaldarazo para un alicaído Alfonsín a quien le costaba recuperarse del
levantamiento “carapintada” de Semana Santa que había minado más de lo que en
ese momento se podía pensar su prestigio interior. El dólar ya valía tres
australes por billete verde. Cuando me fui, el cambio había llegado a los diez
mil australes por dólar. Les voy a intentar contar mis primeras impresiones
nada más tomar el remise que había mandado la Delegación a recogerme.
--No vi ni una sola grúa o pluma de la construcción desde Ezeiza hasta la calle
Guido, en pleno barrio de la Recoleta.
--Apenas nos adentramos en la
ciudad sentí el olor de la carne
quemada, de los asaditos callejeros.
--Los hombres del barrio en el que
iba a vivir los próximos cinco años vestían
con gran sentido de la formalidad: de
azul oscuro, o de gris, o los más osados, de gris y azul, es decir, con blazier.
Las mujeres llevaban muy bien los trapos y predominaban las elegantes y
hermosas.
Apenas unos días después:
--Las numerosas librerías exhibían libros que no hacían más que preguntarse
por la identidad del argentino. Algunas presentaban todas las
publicaciones sobre el particular –desde el “Hombre que está solo y espera”
hasta el último de Marcos Aguinis- en un gran tablero. Cuando casi diez años
después regresé a España no me extrañó ver la misma orgía de la duda referida
menos a lo español que a España.
--Los barrios de Buenos Aires eran hermosos, pero en absoluto parecidos a la Recoleta o a
Palermo chico, y en las conversaciones era recurrente la alusión a la
desaparición de la clase media argentina.
Desde
aquellos tres australes por dólar hasta los diez mil todo fue a tumba abierta. No puedo olvidar un fenómeno
inédito para mí –realmente, la mayor parte de lo vivido en Argentina fue
novedoso-: los feriados cambiarios y bancarios que te obligaban a tener
efectivo en la cartera, ya fuera en dólares o en australes, o a pagar con
tarjeta de crédito que de manera asombrosa seguían vigentes. Recuerdo que en un
restaurante de la Recoleta, la Munich (no sé de dónde su género femenino), no
permitían pagar más que en efectivo. Pues bien, con ocasión de feriados
bancarios, la Munich se abarrotaba de comensales aunque sólo comieran su
revuelto de Gramajo, clientes de clase media-media y media-alta, que exhibían
sus fajos de australes como si fuera dinero del bueno cuando realmente se
depreciaban a cada segundo.
También desconocía yo el fenómeno de los bonos provinciales.
En febrero de 1988, mi amigo el charanguista Jaime Torres me invitó a acudir al
Tantanakuy de Jujuy, en la quebrada de Humahuaca. No recuerdo la causa que hizo
que me recogiera en el aeropuerto el gobernador provincial, quien me ofreció
hojas verdes de una bolsita de plástico. Eran hojas de coca y él mismo me
enseñó a coquear para que no me apunara en la quiaca. En aquellos días, por
cada austral con que pagaba me daban cambio en papeles jujeños. Se me informó
de que la mayoría de las provincias norteñas sobrevivían con estos bonos, y que
se podía comerciar con ellos siempre que se tuviera cuidado de recambiarlos por
moneda nacional cuando se abandonara la provincia.
En fin, en aquellos ya lejanos
años ya estaba implantada la Argentina
invertebrada (en las provincias entre sí) e insolidaria (sobre todo en los estratos más poderosos de
la población) que los posteriores golpes políticos y económicos han
institucionalizado.
La
imagen más plástica de la caída de la clase media, fue en mis visitas semanales al mercadillo de
antigüedades de la Plaza de San Telmo.
Cuando se disparó la inflación
comenzaron a aflorar las bellas adquisiciones que los argentinos de principios del
siglo XX habían conseguido en Europa. Eran espectaculares los vidrios, las
bandejas y cubertería de plata Sheffield, las porcelanas, las sedas... Recuerdo
a una señora que iba de puesto en puesto tratando de vender tres bandejas de
plata Sheffield que hacían juego a 150 dólares las tres. Los puesteros le
contraofertaban 50 dólares y en un momento de su paseo la señora estuvo a punto
de aceptar 60 dólares. Hasta que alguien que se encontraba conmovido como
espectador del drama pagó el precio que pedía ante las miradas de odio de
quienes querían hacerse con el material a un precio irrisorio. Amigos míos
vendían sus autos recién comprados, un peugeot 504, por ejemplo, que en aquel
momento era considerado un autazo, por 6.000 o 7.000 dólares. Comenzaron los saqueos de los supermercados. Aquello
fue el aldabonazo mundial: saqueos en
el granero del mundo, nada menos. Alfonsín ya no supo controlar la
situación y un populista Menem que le había ganado sucesivamente a Cafiero y al
candidato radical, el gobernador de Mendoza, asumía la presidencia antes de
tiempo. La situación era tan grave que Menem jugaba al fútbol con Maradona para
distraer al personal, pero lo cierto es que el vértigo del abismo llamaba de nuevo a las puertas de Argentina.
Recuerdo vívidamente los apagones
de SEGBA, que te obligaban a conducir por Baires sin semáforos como en
una pesadilla. Recuerdo la de gente que
llegué a conocer por la de números que estaban ligados a la línea de
uno, gracias a ENTEL.
Conversaciones de a tres y de a cuatro.
La
llegada de Menem al poder hizo que las empresas norteamericanas se retiraran de
Argentina. Felipe
González volvió a apostar por el país. Le siguieron franceses, italianos y
alemanes, pero los gringos se fueron. Años más tarde, en 1993 o 1994, el
ministro Brown, que moriría en accidente años después en Yugoslavia, hizo una
macrogira por el Cono Sur para volver a posicionar a los EE.UU. en la zona. Ante la pregunta de
por qué se habían ido de Argentina en 1989, dejando situados a los europeos,
respondió, simplemente, “Nos equivocamos. Por eso estamos ahora aquí”.
De nuevo la clase media argentina comenzó a tirar manteca al techo. Sólo
unos pocos alertaban sobre las consecuencias de las políticas de Domingo
Cavallo. Buenos Aires era de nuevo una fiesta. Me fui a Chile sin ver las obras
de Puerto Madero y en el 96 me vine a España sin pasar de nuevo por mi adorada
ciudad.
Desde
entonces han pasado muchas cosas en Argentina. Unas
convulsiones terribles, un desencanto casi irreversible, un reencuentro con la
solidaridad de base, una desesperación en los mensajes –ese tremendo “que se
vayan todos”- y la esperanza en un personaje que yo les confieso que me parece
profundamente peculiar. Me refiero obviamente al presidente Kirschner,
cuyo nivel de popularidad se mantiene en cotas espectaculares (no olvidemos,
sin embargo, los niveles alcanzados en su día por Alfonsín y por Carlos Menem).
Verán. Durante años Néstor Kirschner fue gobernador de Santa Cruz, posiblemente
la provincia más rica de Argentina. En mis viajes a Río Gallegos, capital de la
provincia, tras volar sobre millones de ovejas y de yacimientos minerales,
pensaba que me encontraba ante un destartalado poblado del Far West y me
preguntaba a dónde iban a parar los dineros
de tanta riqueza ganadera, minera y turística, con el Perito Moreno y
demás maravillas.
Años después el gobernador devino a presidente y
para mí, y ustedes disculpen, seguimos ante una incógnita. Aunque hago votos
con ustedes para que de nuevo no se trunque el sueño argentino de permanecer
para siempre como un país normal, por supuesto que del primer mundo, pero
normal. Y sea posible aquella llamada algo paternalista de un Ortega y Gasset
cuando les decía a sus seguidores porteños de la época: “Argentinos, a las
cosas”, fascinado como tantos de la capacidad lúdicodialogante de unos
personajes capaces de reírse de sí mismos en los momentos más dramáticos y
acuñar frases como “A la parálisis por el análisis”, absolutamente sublime.
(La presentación terminó como el rosario de la aurora. En mi bisoñez no me había percatado hasta que ya no tuvo remedio que me encontraba en pleno territorio Kirschner... y se armó la podrida)
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(La presentación terminó como el rosario de la aurora. En mi bisoñez no me había percatado hasta que ya no tuvo remedio que me encontraba en pleno territorio Kirschner... y se armó la podrida)
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PRÓLOGO AL LIBRO "VIAJE POR EL SÁHARA OCCIDENTAL - EL BADÍA" DE MARIANO SANZ NAVARRO (DM - MURCIA 2007)
OTRA MIRADA
Para degustar
el placer del viaje que nos ofrece Mariano Sanz Navarro en su El Badía simplemente basta con calzarse
unas babuchas, espatarrarse bajo una morera real con una “palomica” de
aguardiente anisado al alcance de la mano y disfrutar de este recorrido mariano
hacia el umbral del desierto que un día fue la 53 provincia española.
Mariano Sanz
aplica su vocación renacentista en la que se confunden el conocimiento técnico,
las ciencias del alma y las disciplinas del espíritu para contar cuanto le
ocurre a un terceto de españoles que decide bajar desde Murcia hasta la Villa
Cisneros de nuestra aventura colonial y capuzarse en las dunas alunadas que se
van encontrando. Si Murcia con Almería constituyen el desierto de Europa, el
viaje de Alejandro García, Gonzalo Sánchez y Mariano Sanz es un desplazamiento
entre desiertos, entre la nada y más allá de la nada, repleto sin embargo de
tantas aventuras y detalles como granos esconde una granada. La lectura de El Badía me ha proporcionado la mirada
que desde hace 30 años venía necesitando para tratar de encajar en mi
percepción de la realidad las piezas del rompecabezas sahariano. Como enviado
especial de ABC llegué a El Aaiún los primeros días de junio de 1975, pocas
jornadas antes de que el capitán marroquí Abua Chej equivocara las órdenes,
tomara el enclave de Mahbes aprovechando la salida en maniobras de la Legión y
terminara siendo poco después con su gente los primeros prisioneros en acción
de guerra del ejército español desde seguramente la clandestina guerra de Ifni.
En aquel mes de junio hacía pocas semanas que se habían producido las
manifestaciones que dieron visibilidad política al Frente Polisario con motivo
de la visita de la delegación de la ONU al territorio. El general Gómez de
Salazar ejercía de ecuánime gobernador de la provincia. El coronel Rodríguez de
Viguri, verdadero cerebro gris de los planes políticos en el territorio,
creador del PUNS en contraposición a los “rojos” del Frente Polisario,
mangoneaba en lo posible las volubles voluntades de los notables componentes de
la Yemaá y disfrutaba realizando verdaderos ejercicios malabares de ocultación
y rasputineo. Pero Viguri no pudo evitar que el secretario general del nuevo
partido, Hali Henna, huyera a Rabat con las 200.000 pesetas de la caja del
partido para rendir vasallaje a Hasán II. Ni que el presidente de la Yemaá, El
Jatri, se hincara de rodillas ante el rey marroquí en los primeros días de
noviembre de aquel 1975.
Otros altos
oficiales del ejército español vivían con profesionalidad los últimos momentos
de nuestra presencia en aquel territorio. El coronel Bourgón, jefe del Estado
Mayor, quien después sería el primer director del CESID; su segundo, el
teniente coronel Miguel Íñiguez, quien años más tarde acompañaría al teniente
general Gutiérrez Mellado en la reforma del ejército y terminaría siendo jefe
de su Estado Mayor; el coronel Timón Lara, jefe del Tercio Don Juan de Austria
de la Legión, ascendido a general antes de su regreso a España; los Pardo de
Santayana, verdadera élite del ejército de Tierra; el coronel San Martín, en su
momento, mano derecha del almirante Carrero Blanco y posteriormente condenado
por su participación en el intento de golpe de Estado del 23-F, y el comandante
Agustín Muñoz Grandes, a la sazón jefe de la unidad de helicópteros.
Los rumores de
abandono y huída fueron tomando cuerpo durante aquel desgraciado verano y en el
otoño víspera de la enfermedad mortal de Franco. En la que sería su última
visita, el Príncipe de España, Don Juan Carlos, acudió el 2 de noviembre al
Sáhara a levantar la moral de una oficialidad que intuía que se preparaba una
escapada vergonzante. Las palabras de aliento del Príncipe, que desconocía la
decisión del Gobierno de evacuar el territorio, serían comentadas por el
coronel Eduardo Blanco, ex director general de Seguridad y a la sazón
responsable desde Madrid de las cuestiones saharianas con la frase: “La
borbonada nos va a costar una guerra”. Porque la guerra era lo que a toda costa
quería evitar el gobierno de Arias Navarro con un Franco en declive y un rey de
Marruecos ya entonces bienquisto por los norteamericanos. La perspectiva de un
ejército africano con reivindicaciones del estilo de las mostradas por la
oficialidad portuguesa un año antes se presentaba insufrible al débil gobierno
Arias.
Meses después de la escapada y con motivo de la designación por la revista Blanco y Negro de Adolfo Suárez como hombre del año, Luis María Anson, que nunca ha dado puntada sin hilo, convocó a políticos del régimen, obviamente, a empresarios, banqueros y periodistas para arropar el almuerzo de homenaje. En un aparte, un José Solís Ruiz, apodado de antiguo “la sonrisa del régimen”, comentaba con presunto gracejo andaluz su visita a la tienda de campaña en la que el rey Hasán II se alojaba durante la Marcha Verde. Narraba el ministro la preocupación que existía en el gobierno, con un Franco agonizante y una opinión internacional en contra. Así que al llegar ante el astuto rey le estampó: “Majestad, de andaluz a andaluz, esto hay que arreglarlo”.
La Marcha Verde y la salida española del Sáhara colmó a muchos de cuantos seguimos de cerca los acontecimientos de una profunda melancolía en el dañino sentido que le aplicara Pablo Neruda en su Canto General: “Yo vi llegar a mi corazón, como una copa que odio, la vieja melancolía”. Habíamos vivido las bombas que hacían explotar activistas de un promarroquí y fantasmagórico Frente de Liberación y Unidad (FLU) contra intereses españoles. No sabíamos sin embargo que mientras se afrontaba la Marcha Verde, España sólo se mantenía en El Aaiún, Villa Cisneros, Güera y Smara. Todos los demás enclaves habían pasado a manos marroquíes, mauritanas y algunos, pocos, del Frente Polisario, que nuevamente mostró su torpeza: primero luchando contra España y cuando la marcha marroquí, refugiándose cerca de la frontera argelina.
La frustración y la melancolía me impidieron volver al desierto, al mojón de las tres meadas (el que dividía Marruecos, España y Argelia), por ejemplo, donde hicimos un alto antes de dejarnos apresar, como era nuestra intención, por los polisarios que mantenían secuestradas dos patrullas militares españolas. Pero fueron los argelinos los que nos “retuvieron” en Tinduf y nos pusieron dos días después de nuevo en la frontera. No volví al lugar donde el mítico pájaro de la jabara se adelantaba a Internet y difundía casi al instante las noticias de un confín a otro del inmenso y deshabitado territorio. Ni acudí para escuchar de nuevo la música del desierto que desde hace milenios se reproduce todas las noches del tórrido verano por efecto de la diferencia de temperatura. De los 60 grados del mediodía a los 20 grados nocturnos existe tal gradiente que hace gemir a las piedras al resquebrajarse, emitiendo diferentes sonidos según su textura.
Tampoco viajé a Marruecos. Algo había que me hacía desistir de cualquier viaje que tuviera como destino alguna de las hermosas ciudades marroquíes. Y ha sido más de 30 años después cuando la mirada poliédrica, abarcadora y divertida de Mariano Sanz en este libro me ha mostrado todas mis carencias por haberme quedado anclado, como una estatua de sal, en nostalgias y preconceptos paralizantes.
Ciertamente no me seduce un Sáhara marroquí, como tampoco, un Sáhara argelino. Detesto comprobar que las líneas de dunas deben alternarse con los muros defensivos marroquíes en un genuino intento de ponerle puertas al campo. Me agobia la visión de los campamentos de Tinduf donde todo un pueblo parece estar sirviendo de moneda de cambio de los intereses de potencias europeas y magrebíes que lo mantienen suspendido en el tiempo como verdaderos hijos de las nubes. La propaganda interesada nos ha llevado a olvidar la resolución de la Corte de Justicia de La Haya que en su sentencia de 16 de octubre de 1975 concluyó que los elementos e informes puestos en su conocimiento no establecían la existencia de ningún lazo de soberanía territorial entre el territorio del Sahara por una parte y el reino de Marruecos o el conjunto mauritano por otra. El Tribunal no había comprobado tampoco la existencia de lazos jurídicos cuya naturaleza modificase la aplicación de la Resolución 1514-XV en cuanto a la descolonización del Sahara occidental y en particular la aplicación del principio de autodeterminación, gracias a la expresión libre y auténtica de la voluntad de las poblaciones del territorio. Ocurre, sin embargo, que en el mundo globalizado en que vivimos parece cada vez más improbable también un Sáhara independiente, con lo que sin advertirlo regresamos al principio del sueño que un día tuvieron quienes se rebelaron torpemente contra la administración colonial española. Para situaciones así nos sirve el ojo de saltamontes afacetado que nos proporcionan libros como El Badía con su virtualidad de ampliarnos el horizonte y entre bocado y trago de la frasca clandestina adentrarnos en la vida cotidiana y en la historia de ese espacio que hemos convenido que se encuentra entre la nada y más allá de la nada, hilvanándonos historias llenas de interés, estupendamente enjaretadas en las singladuras del viaje. Muchas de ellas tan reales como los festejos en las jaimas y las largas salmodias de saludos entre los invitados.
Meses después de la escapada y con motivo de la designación por la revista Blanco y Negro de Adolfo Suárez como hombre del año, Luis María Anson, que nunca ha dado puntada sin hilo, convocó a políticos del régimen, obviamente, a empresarios, banqueros y periodistas para arropar el almuerzo de homenaje. En un aparte, un José Solís Ruiz, apodado de antiguo “la sonrisa del régimen”, comentaba con presunto gracejo andaluz su visita a la tienda de campaña en la que el rey Hasán II se alojaba durante la Marcha Verde. Narraba el ministro la preocupación que existía en el gobierno, con un Franco agonizante y una opinión internacional en contra. Así que al llegar ante el astuto rey le estampó: “Majestad, de andaluz a andaluz, esto hay que arreglarlo”.
La Marcha Verde y la salida española del Sáhara colmó a muchos de cuantos seguimos de cerca los acontecimientos de una profunda melancolía en el dañino sentido que le aplicara Pablo Neruda en su Canto General: “Yo vi llegar a mi corazón, como una copa que odio, la vieja melancolía”. Habíamos vivido las bombas que hacían explotar activistas de un promarroquí y fantasmagórico Frente de Liberación y Unidad (FLU) contra intereses españoles. No sabíamos sin embargo que mientras se afrontaba la Marcha Verde, España sólo se mantenía en El Aaiún, Villa Cisneros, Güera y Smara. Todos los demás enclaves habían pasado a manos marroquíes, mauritanas y algunos, pocos, del Frente Polisario, que nuevamente mostró su torpeza: primero luchando contra España y cuando la marcha marroquí, refugiándose cerca de la frontera argelina.
La frustración y la melancolía me impidieron volver al desierto, al mojón de las tres meadas (el que dividía Marruecos, España y Argelia), por ejemplo, donde hicimos un alto antes de dejarnos apresar, como era nuestra intención, por los polisarios que mantenían secuestradas dos patrullas militares españolas. Pero fueron los argelinos los que nos “retuvieron” en Tinduf y nos pusieron dos días después de nuevo en la frontera. No volví al lugar donde el mítico pájaro de la jabara se adelantaba a Internet y difundía casi al instante las noticias de un confín a otro del inmenso y deshabitado territorio. Ni acudí para escuchar de nuevo la música del desierto que desde hace milenios se reproduce todas las noches del tórrido verano por efecto de la diferencia de temperatura. De los 60 grados del mediodía a los 20 grados nocturnos existe tal gradiente que hace gemir a las piedras al resquebrajarse, emitiendo diferentes sonidos según su textura.
Tampoco viajé a Marruecos. Algo había que me hacía desistir de cualquier viaje que tuviera como destino alguna de las hermosas ciudades marroquíes. Y ha sido más de 30 años después cuando la mirada poliédrica, abarcadora y divertida de Mariano Sanz en este libro me ha mostrado todas mis carencias por haberme quedado anclado, como una estatua de sal, en nostalgias y preconceptos paralizantes.
Ciertamente no me seduce un Sáhara marroquí, como tampoco, un Sáhara argelino. Detesto comprobar que las líneas de dunas deben alternarse con los muros defensivos marroquíes en un genuino intento de ponerle puertas al campo. Me agobia la visión de los campamentos de Tinduf donde todo un pueblo parece estar sirviendo de moneda de cambio de los intereses de potencias europeas y magrebíes que lo mantienen suspendido en el tiempo como verdaderos hijos de las nubes. La propaganda interesada nos ha llevado a olvidar la resolución de la Corte de Justicia de La Haya que en su sentencia de 16 de octubre de 1975 concluyó que los elementos e informes puestos en su conocimiento no establecían la existencia de ningún lazo de soberanía territorial entre el territorio del Sahara por una parte y el reino de Marruecos o el conjunto mauritano por otra. El Tribunal no había comprobado tampoco la existencia de lazos jurídicos cuya naturaleza modificase la aplicación de la Resolución 1514-XV en cuanto a la descolonización del Sahara occidental y en particular la aplicación del principio de autodeterminación, gracias a la expresión libre y auténtica de la voluntad de las poblaciones del territorio. Ocurre, sin embargo, que en el mundo globalizado en que vivimos parece cada vez más improbable también un Sáhara independiente, con lo que sin advertirlo regresamos al principio del sueño que un día tuvieron quienes se rebelaron torpemente contra la administración colonial española. Para situaciones así nos sirve el ojo de saltamontes afacetado que nos proporcionan libros como El Badía con su virtualidad de ampliarnos el horizonte y entre bocado y trago de la frasca clandestina adentrarnos en la vida cotidiana y en la historia de ese espacio que hemos convenido que se encuentra entre la nada y más allá de la nada, hilvanándonos historias llenas de interés, estupendamente enjaretadas en las singladuras del viaje. Muchas de ellas tan reales como los festejos en las jaimas y las largas salmodias de saludos entre los invitados.
Y de paso, nos
abstrae de la política que en mi limitada experiencia prevaleció lamentablemente
sobre los paisajes, las gentes y las costumbres; en definitiva, sobre el viaje.
Eso es lo que también nos proporciona Mariano Sanz. Con la meticulosidad de un
viajero de los de antes de la televisión, el autor va anotando en su cuaderno
de viajes los detalles -los importantes y los nimios- de sus encuentros con
ciudades, escenarios y personajes, sin eludir las contradicciones en las que a
menudo caen sus interlocutores en su afán por llevar las aguas a su molino. Mariano
Sanz sabe mezclar con maestría sus experiencias, sus pálpitos y sus lecturas
hasta obtener un cuadro de situación que sólo podrá disgustar a quienes
alimentan los dos extremos de la desgraciada historia del pueblo saharaui como
corresponde a las miradas de viajero que pretenden recoger la realidad y con
ella, la verdad, aunque choque con las propias convicciones. Es esa otra mirada
que tanto se agradece cuando el encono o el olvido amenazan como en este caso
el futuro de todo un pueblo.
(El libro fue presentado en el Club La Opinión de Murcia el 26 de febrero de 2007)
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