jueves, 18 de octubre de 2018

LA SARDINA FESTEJADA Y LA BALLENA CELOSA
(Del libro en preparación A la sombra del jacarandá)

Por mucho que me esfuerzo no logro recordar un pez al que se le hagan más risas y festejos que a la humilde sardina, incluso canciones tiene, siempre cantadas tras la melancolía de “Maite”. No recuerdo cantares a la merluza, ni al besugo, ni a la dorada o el mújol. A los merlines les cantó en prosa Ernest Hemingway, y a las ballenas las persiguió Hermann Melville bajo la imagen del capitán Ajab; del pulpo gigantesco contaba historias terroríficas Julio Verne, y del tiburón se han escrito y filmado cuentos realmente espeluznantes. Pero coplas como la de las sardinicas de Santurce a Bilbao, o entierros con la pompa con que se celebran en toda España no creo que se le hagan a otro pez que no sea la sardina.
De entre los mares de cosas que no entendía de niño una era la alegría de los antiguos carnavales ante una cuarentena tan larga de recogimiento, suspiros, ayuno y abstinencia. Otra, que enterraran la sardina antes de la Cuaresma, precisamente cuando más se iban a consumir, y me parecía mucho más lógica la ceremonia de Murcia, cuando el entierro se produce entre el boato y la algarabía de los huertanos en la semana posterior a la Semana Santa, en las Fiestas de Primavera.
Hasta hace dos o tres décadas, aquellas fiestas –El Bando de la Huerta, La Batalla de Flores, El Entierro de la Sardina—tenían el sabor de lo pueblerino, de fiesta grande de domingo, con la llegada desde las pedanías y los pueblos de gentes ataviadas con zaragüelles y refajos o con corbata, según fuera el festejo. Pero pasados los años, en empopada a los tiempos de libertad, aparecieron las "garotas" y con ellas, la interna­cionali­zación: el Murcia-París-Londres.
Para quienes compartimos con el inmenso escritor bahiano Jorge Amado –cuya salud Dios guarde- su idea plasmada en tantos libros de que el mestizaje brasileño dio lugar a la raza más hermosa y alegre, la escogida por los dioses para su divino esparci­miento, nos alborozamos con el anuncio de la llegada de las "deusas do prazer", pese a hallarnos lejos del espectácu­lo.
Restaba ese encuentro para que el ciclo de la Conquista se cerrara definitivamente, mucho antes de los fastos del V Centenario. Los "hijos de la raza mora, vieja amiga del sol", de Manuel Machado, recibían en su mayor día de alborozo a las hijas del amor, tostada espuma del embate del Atlántico contra la playa americana.
Pese a la escandalera de los bien pensantes ante la menestra de bocadicos, achuchones y palmeteos de los murcianos a las diosas, el encuentro no pudo ser más espléndido por la verdad que lo presidió, y para mí que se convirtió en el punto de inflexión hacia el laicismo total de la fiesta, hacia el significado profundo del desfile: la victoria definitiva de Don Carnal sobre Doña Cuaresma.
Aquel primer encuentro entre la voraz lujuria de algunos espectadores y las largas piernas morenas rematadas en glúteos rotundos de las diosas hizo que la fiesta sardinera saliera de la Gran Vía murciana a las páginas de todos los periódicos del mundo. Incluso uno de ellos, el “Egin” mostraba su singular sentido del humor y dedicaba su última página a glosar festivamente el evento, eso sí con una foto en la que una piara de cerdos salían alineados de un corral y el diario explicaba en el pie: “los fogosos murcianos pasan un control…”
Pero, pese a las críticas, nunca más dejaron de volver las muchachas de tez de carey y dientes de nácar, cada vez más sonrientes y con menos ropa. Su presencia se ha multiplicado con varias escuelas de samba, con los meneos cubanos de la salsa y el “cadereo” sinuoso de las hijas de la Polinesia.
He podido asistir de nuevo al Entierro –así se llama, por antonomasia—y he podido constatar que la modernidad no ha quebrado mis recuerdos de infancia, cargados de pólvora y del humo que expelía la nariz del dragón. Repletas de colores aparecían las entrañas de aquellos monstruos que vomitaban juguetes, deliciosos tesoros de madera y barro, primero; de plástico, después. Asistía, sin saberlo entonces, al mayor espectáculo orgiástico de la primavera española.
Rememoraba desde las carretas tiradas por bueyes hasta la primera carroza arrastrada por un estruendoso tractor y chocaban en mi ánimo siempre las bélicas experiencias del martes anterior --las sonrisas atemorizadas de las chicas, vestidas de blancas gasas y organdíes, antes de su paseí­llo por el "Coso Blanco" donde se iba a librar La Batalla de Flores-- con la barroca alegría del día del Entierro largamente preparado por los grupos sardineros.
Nunca una semana podía ser más diferente de una punta a otra. La invasión del Bando de la Huerta daba paso al elitismo de La Batalla de Flores, de obligada corbata que contrastaba con los sacos de "floreta" –duro hierbajo de florecillas blancas-- que se alineaban en los palcos, y el afán de los más jóvenes en la elaboración de proyectiles verdes atados con serpentina que dejaban malpara­das a las adolescentes murcianas.
No puedo olvidar la metamorfosis de la ancha sonrisa de la actriz Carmen Sevilla, en el apogeo de su belleza, encaramada a lo más alto de la carroza principal en su primera vuelta al ruedo bajo un arco de serpentinas y claveles, y el hielo que fue congelando su rostro ante los primeros impactos de la "floreta" que la terminaron desalojando del espectá­culo.
Pero en el Entierro no había corbatas ni beligerancia, sino entrega, fiesta profana. Parecía que los murcianos, tras cuarenta días de ayuno y abstinencia dedicados a un solo dios, decidían agasajar también a los dioses antiguos – Baco, Marte, Eros, Apolo, Selene, Ceres, Saturno, Odín--, no fuera que se enojaran.
Recuerdo que las fanfarrias y los desfiles entre las carrozas nos permitían a los niños recuperarnos del agradecimiento de quien nos alcanzó los juguetes o de la desazón de la bolsa vacía. Y el temor que producía la decoración de algunas carrozas se neutralizaba con la llegada de nuevos magos riquísimos que lanzaban tesoros sin cuento. 
Con los años, la imaginación desplegó sus alas y los magines se estrujaron para ofrecer novedades, como -¡válgame Venus!- la llegada este año de la Sardina en barco por el río Segura, desde Ojós hasta la capital, para dar cuenta a los geógrafos de la aparición de un nuevo río navegable.
Y tras el alboroto por la llegada de la sardina el viernes, el alboroque y los festejos previos a su quema del sábado. La quema de la enorme Sardina permite dibujar un imaginario triángulo de fuego con sus vértices en las Fallas valencianas, la sardina murciana y las Hogueras de San Juan alicantinas. A quien quiera entender el Mediterráneo y su cultura puede bastarle este recorrido.
Andaba yo apoyado en ese balcón sobre el bravo Pacífico –gris más azul-- que es Chile, cerca de las tumbas de Pablo Neruda y Matilde, y les contaba estas historias a las ballenas que viajaban hacia las frías aguas de la Antártida. Les hablaba de la humilde sardina y de los cantos y festejos que la acompañan, y me gustaba pensar ante sus furiosos chorros que encelaba tanto a las ballenas con mis cuentos que se conjuraban para doblar el cabo de Hornos, nadar sin tregua por el Atlántico y llegarse a las playas de Águilas o Mazarrón para dejarse morir de tristeza si no las festejaban.
16  de mayo 1998

jueves, 4 de octubre de 2018


HORARIO BIOLÓGICO
(Del libro en preparación Donde se cruzan los caminos)

Cada seis meses los perros de Madrid y de casi toda la Unión Europea se llevan unos sustos de muerte con el cambio horario decretado por Bruselas hace unos años, aunque en Europa se lleva aplicando desde el primer disgusto del petróleo en 1974. Es que no se acostumbran y en el Retiro no hablan de otra cosa. Aseguran sus detractores que el cambio de hora, ya adelantando el reloj, ya atrasándolo, incide brutalmente en el reloj biológico de los animales y también de los humanos hasta el punto de que los trastornos que les ocasionan traducidos a remedios médicos vienen a equilibrar el presunto ahorro energético que se persigue. Y que además con tanto trasteo del cronómetro fisiológico se termina enloqueciendo el proyecto vital programado para los humanos, es decir, que si se tiene una expectativa de vida de 80 años, un suponer, el traqueteo horario de los gobiernos, los vuelos intercontinentales, con su “jet lag” por ir contra el tiempo o a su favor, más los disgustos propios del vivir, terminan desorientando el delicado mecanismo de relojería que salvo accidente o imprevisto tiene cuerda determinada. Eso dicen los detractores, que prefieren regirse por lo natural y huyen de los inventos como de la peste.
Los defensores del sistema, además de hablar del apreciable ahorro energético para los países –porque en el ámbito particular, las facturas de la luz y el gas cuestan lo de siempre, es decir, mucho- aseguran que la existencia del cambio horario como la de los vuelos trasatlánticos distrae poco o nada a nuestra biología, continuamente adaptada a los cambios: del palo a la piedra, del hacha a la lanza, del arco a la ballesta, del arcabuz al misil inteligente. Y además consideran que los trasnoches juveniles de fin de semana son infinitamente más perjudiciales para su ritmo circadiano y su sistema nervioso que la sensación de no poderse despegar de la cama cuando suena el despertador hasta que sus manecillas obliguen a las nuestras a marchar acompasadas.
Con ser serio el debate, otros acontecimientos se han adelantado a la directiva europea horaria, como la “conmoción y el pavor” de la guerra y los desastres políticos que están desfigurando algunos “cuadros de situación” que se consideraban inalterables hace unos meses, si bien la preocupación no viene tanto por el desarreglo del reloj planetario, sino por el nombre del relojero.

lunes, 24 de septiembre de 2018


HACE UN AÑO…

(José Gil Franquesa, periodista de larga data y autor del mejor periodismo, vive su gozosa jubilación en la Costa Brava y nos tiene acostumbrados a un grupo de amigos a sus excelentes cartas desde el mar. Esta es la última)

Yo los vi. Yo los vi de noche cerrada, descendiendo de los autobuses que regresaban de Barcelona. Volvían de la manifestación del 11 de septiembre. Yo los vi cómo se despedían en la noche, los mismos rostros de fatiga, ni una alegría en sus ojos, el ceño fruncido, el ademán cansado, las mismas camisetas que cuando partieron, las mismas banderas, las mismas pancartas, era como un cuadro desvencijado y caduco, palabras de adiós de agotada cortesía, muestras de abandono en el caminar hacia sus respectivas casas, deshaciéndose los grupos a medida que entraban en la ciudad, cada mochuelo a su olivo, la noche se los iba tragando y ennegrecía sus pasos sobre la brillante humedad de las aceras. Era como si volvieran de una derrota. Puede que se sintieran así, derrotados, tras la catarsis vivida durante aquella jornada –una vez más, una vez más– luego de seguir, con rigor y obediencia, las consignas y reglas que los convocantes habían ido preparando desde hacía meses. Una vez más, luciendo el sol de su reiterada democracia pacífica, arropados de niños y ancianos, se habían manifestado ordenadamente, como buenos discípulos de una secta. Desde 2012, año en que la Assemblea los convocó para que gritaran independencia, no ha habido Diada que no respondiera a un llamamiento concreto, siempre secesionista, para hacer ver a los gobernantes de la Generalitat que la calle les imponía un mandato democrático al que deberían fidelidad de por vida. Ya nunca más se rememoraba el 11 de septiembre como el triunfo de los borbones sobre los austrias; ya nunca más se conmemoraba, como gustaban los más radicales, la resistencia de un pueblo ante el invasor. Los independentistas, a rebato y a rebufo de la ANC, tomaron la Diada y la convirtieron en algo suyo, excluyente por demás. Pero verlos regresar, de noche y cansados, verlos volver a sus casas del pueblo con el gesto vacío y la mirada perdida, uno no podía por menos que pensar en un ejército derrotado, vencido, humillado casi. Necesitaban dormir el sueño. Porque a la mañana siguiente, distintos frentes de la combatividad independentista debían volver a las andadas de la confrontación.
        
Y no han parado. Cualquier excusa, momento, circunstancia, todo es poco para airearla, para armarla, para montarla, liarla parda. La Rambla de mi pueblo, que toda la vida se ha llamado Rambla de Antoni Vidal –aunque el vecindario la llamara “la calle de los árboles”– ha amanecido con un nuevo rótulo por encima del oficial. Un rótulo que reza: “Rambla d l’u d’octubre de 2017”. Dicen que el cambio es debido a que el tal Antonio Vidal era un negrero. ¿Y quién no en la Cataluña del XVIII? La cuestión es mantener vivo el 1 de octubre de 2017, el día de la patochada del referéndum. En los escaparates de las librerías proliferan toda clase de libros que narran aquellos hechos desde la perspectiva independentista. La cubierta de casi todos ellos es amarilla. Destaca uno. Es un libro de narraciones infantiles titulado Contes per ser lliures (Cuentos para ser libres). Son once historias, escritas por notorios independentistas, destinadas a aleccionar a los niños en materia de democracia y libertad a la catalana manera. Para no aburriros os pondré de muestra dos párrafos de otros tantos autores. Uno, del cantante Lluis Llach: “Cuando no había democracia los juglares que cantaban cosas contrarias al rey de turno eran enviados a la hoguera; hoy son los nuevos reyes de la mentira democrática los que quieren encarcelar payasos, raperos, alcaldes, diputados... y contadores de cuentos”. Y otro de la cocinera Ada Parellada, que habla de un país donde se había prohibido el color amarillo porque al emperador le había caído una cagadita amarilla en la cabeza y el régimen “ordenó a la policía que tirara, destruyera o encarcelara todo lo que era amarillo”. Incluso unas frutas amarillas, que habían llegado de los trópicos, fueron privadas de libertad. Hasta que las rescataron y las exportaron al extranjero donde fueron vistas como “las mejores frutas amarillas del Universo”. Ante toda esa locura enfermiza me temo que los psiquiatras han sido los primeros en largarse de este culo del mundo. En cualquier caso, los médicos hace tiempo que están advirtiendo sobre el declive de la sanidad catalana. Y no son pocos los que abandonan Cataluña dado que aquí persisten los recortes y los salarios son mejores en otras comunidades. Detalle: Cataluña dedica a sanidad un 25,7% menos que antes de la crisis económica. La enseñanza se sigue dando en barracones y cada vez con menor presupuesto. Sin embargo aumenta cada vez más el gasto en propaganda internacional del proyecto secesionista. Al igual que el gasto de TV3 es el mayor de todas las televisiones autonómicas. Informa Xavier Vidal-Folch: “La plantilla de la corporación CCMA, que agrupa a TV-3 y Catalunya Ràdio, creció un 33% de 2012 a 2015, hasta 159,6 millones. Más que el coste conjunto de personal en los entes de Telecinco (Mediaset) y Antena 3/La Sexta (Atresmedia), 128,3 millones. En 2017 TV-3, la más rica de las televisiones autonómicas, dispuso de 236 millones, más del doble que la televisión gallega (104,7) y casi que la vasca (134,2). No hay estudios parlamentarios de qué parte fue a tareas profesionales y cuál a propaganda”. Y seguimos: la producción legislativa es declinante; la sociedad catalana está cada vez más dividida; decae el atractivo exterior; las empresas se siguen largando de aquí y la inversión exterior está por los suelos.
         Mientras tanto, Torra sale de la Generalitat para saludar y animar a los 30 desocupados que han montado sus tiendas de campaña en la plaza de Sant Jaume, sin que ningún guardia urbano haga con ellos lo que haría con cualquiera de nosotros si montáramos una tienda de esas, es un decir, en plena rambla de las Flores. Se la coge con papel de fumar el palanganero de Puigdemont y hace una declaración institucional contra los jueces que habían expresado sus opiniones sobre el independentismo (que podían haberse callado) vía mail de la Justicia y eso le sirve para pedir dimisiones en cadena, y llamar a los poderes europeos a que se sumen a la causa independentista haciendo ver al mundo que en España no hay garantías procesales para nadie. Su jefe, el pastelero orate, les dice a esos mismos jueces que entienden las causas contra los golpistas (ahora la consigna es ir de emisora en emisora, de periódico en periódico para decir que de golpe de Estado nada de nada) que él no es un fugado, que es exiliado y los jueces le han contestado que nastis de plastis, que fugado, huído, bien fugado y bien huído.
        
Los presos también vocean lo que haga falta. La compañera de Forn (así la llaman en TV3) va por las cadenas amigas a proclamar el diario que su compañero ha escrito en la cárcel, que tal parece que el que fuera jefe de los Mossos ahora va de a ver si no nos enfadamos y procuramos ser buenos que las cosas se arreglan hablando. Romeva arremete contra la Justicia, proclama a los cuatro vientos que su proceso será una farsa e insta al pueblo de Cataluña a salir a la calle y defenderse de la agresión española. Junqueras hace listas para las municipales, defenestra a Bosch para la alcaldía de Barcelona y coloca al carcamal de Maragall, a ver si frena a Valls, que están que pierden la cabeza desde que el francés nacido en Cataluña asoma por la ventana electoral.
         En mi pueblo los lazis han vuelto a llenar –más que antes y más arriba– calles, árboles, farolas y carreteras de plástico amarillo. Y los Comités de Defensa de la República locales han empapelado muros y farolas con los caretos de los Jordis, en un pasquín que más parece el anuncio de un dúo musical que no el de dos radicales activistas encarcelados. Y también han empapelado algunos muros con grandes carteles para conmemorar el 1 de octubre. La cuestión es ir dando la tabarra en cada fecha aniversario. El pasado 20, tanto Torra como Torrent se pusieron al frente de los manifestantes que rememoraban el asedio al edifico de Hacienda cuando los registros casi frustrados de la policía judicial hace ahora un año.
         Para colmo de cinismo, el fugado Puigdemont dice ahora que eso de la independencia no será posible antes de veinte o treinta años. Y Borrel, ministro de Asuntos Exteriores de España afirma que se necesitarán por lo menos veinte años para que Cataluña vuelva a la normalidad. Fácil lo del tango, que veinte años no es nada…
         Nada va hacia adelante. Todo va hacia atrás. En Sant Feliu, pasado ya el verano, muchas tiendas han tenido que cerrar. La gente no compra, los alquileres comerciales son cada vez más altos, la situación social es cada vez más sensible a todo este maldito embrollo en que nos han metido los políticos independentistas y corruptos y nada va bien, nada funciona correctamente.
         Nos espera un largo, crudo y amargo invierno. El otoño ya lo doy por perdido.

Un abrazo de vuestro amigo desde el mar,
Pepe


domingo, 23 de septiembre de 2018

LA MÚSICA DEL DESIERTO
(Del libro en preparación A la sombra del jacarandá)

En aquella noche de verano casi americana de luna repleta y blanca, sin otra nube que la esponjosidad de la Vía Láctea entre un derroche de estrellas, sólo faltaban los grillos, pero no escuché grillos en el desierto. Quizás porque pese a los 20 grados sobre cero hacía un frío tan helador que solamente el abrigo de la jaima lograba combatirlo. Un frío como de madrugada en Castilla en pleno invierno. El día había sido sofocante. Por mucho que se hubiera leído a Salgari, el Sáhara te recibía a puñetazos. De los 60 grados del día, secos como pata de conejo, que ni siquiera te dejaban restos de sudoración por lo rápido que se evaporaba cualquier líquido que se atreviera a asomarse al exterior, se pasaba a 20 grados; cuarenta de diferencia, un frío aterrador. Pero había que huir de la tibieza de la jaima, si se quería escuchar la música del desierto que ni los grillos perturbaban. Se podía esperar sentado, el cigarrillo en los labios para no sacar la mano de la cobija, los ojos achinados y todos los sentidos concentrados sólo en las orejas, alargadas como trompetillas de sordo de tebeo, aguardando la música del desierto.
Por la mañana, en las cercanías del cementerio de Lemsid, habíamos encontrado geodas, unas burbujas prehistóricas de basalto volcánico, cuyo cuarzo cristalizado --o su amatista, si había suerte—recibía la luz del sol por primera vez en millones de siglos cuando lográbamos abrirlas contra el suelo. También abundaban las rosas del desierto y paleolíticas puntas de lanza o cabezas de hacha de piedra tallada. A las cinco de la tarde terminaron de cocerse en la tierra el camello con el que nos habíamos fotografiado y la cabra negra que nos serviría de aperitivo. Durante la comida en torno a las grandes bandejas de estaño, uno de los notables refirió sus impresiones de niño sobre la música del desierto. Sus pares escuchaban y sonreían bajo el embozo de tela celeste que azuleaba sus mejillas. La narración era tan serena y descriptiva, acompañada de abundantes sorbos de té, que no tuve ninguna duda de que esa noche me quedaría al concierto.
Y allí estaba yo, entumecido bajo la manta y al raso, hasta que: click, sonó la primera; clock, respondió la segunda; paf, se desgranó una tercera; tueinggg, estalló la cuarta. La función había empezado. Como borbotones en un puchero saltaba la arena. Bajo la luna gigantesca se reventaban las piedras: plofff, clack, bronmm. Música concreta, ni un sólo sonido repetido, ni una nota del pentagrama identificable, todo el desierto saludaba a la luna y se regocijaba en su eternidad: tippp, choff, crack. Según la textura y la masa de la piedra las grietas emitían al estallar sonidos primigenios, desnudos, en una orgía mayor cuanto más caluroso el día y más fría la noche.
Trok, chip, tas, tongg. El concierto --tan vívido en la memoria que lo podría escribir—inundó de nuevo mis recuerdos cuando leí la sentencia de un tribunal de Granada para el que aquellos hombres azules, habitantes de la provincia española del Sáhara y abandonados a su suerte un 14 de diciembre de hace 23 años, eran españoles y siguen siendo españoles. No sé si en otoño cantará el desierto, pero mi pobre agnosticismo salió huyendo ante tal invasión de imágenes y sonidos levemente sensibleros, escandalizado al oírme rezar, aunque muy quedo: “Alá es grande, el Dios del desierto”.
ABC 25 de noviembre 1998

miércoles, 19 de septiembre de 2018

ELOGIO Y NOSTALGIA DEL SOMBRERO
(Del libro en preparación A la sombra del jacarandá)
Mi padre llevó sombrero hasta su muerte. Recuerdo sobre todo sus sombreros de invierno --de fieltro gris, tostado o verde, de ala estrecha y caída algo achulada-- más que los veraniegos, de los que no ha quedado ningún vestigio. Tampoco del “salacot”, reminiscencia de sus viajes por Tierra Santa y Egipto, allá por los años veinte, ni de la chistera corta que solía acompañar con una bufanda de seda blanca y un bastón con espadín rematado en una cabeza de perro de marfil. Con mi padre se fueron los sombreros y en buena hora, pensaba yo, porque estaba persuadido de que la calorina del tocado y la gomina habían aclarado más de la cuenta su cabello blanco, y me alegró aunque el ceremonial del saludo con sombrero era una fiesta visual: dos dedos tocando el ala, tres para asirla sin destocarse, los mismos para llevarlos a la copa y hacer como que se despojaban del flexible sin quitárselo, según los casos.

domingo, 16 de septiembre de 2018

LA CRUZ DEL SUR
(Del libro en preparación A este lado del tiempo)
Aquella tarde de mayo, Matilde Urrutia me confesó que el mayor regalo que le había hecho Pablo Neruda no era “Los versos del Capitán”, ni las docenas de libros dedicados a ella desde entonces, sino la Cruz del Sur, la constelación austral a la que todo viajero debe mirar para orientarse en la noche: “Cuando yo no esté, mira la Cruz del Sur, porque en ese momento la estaré mirando yo”, dijo que le había dicho Pablo.
Cuando vi a Matilde en el vestíbulo del hotel, con su boca ancha, oceánica, “tu boca de guitarra” había escrito Pablo, entendí de golpe “Los versos del Capitán” y los “Cien sonetos de amor”. A sus 61 años, Matilde era una mujer hermosa de risa espontánea que fácilmente se transformaba en rictus cuando recordaba la muerte de Pablo en Isla Negra, una de las tres casas mágicas que la pareja tenía en Chile, con La Sebastiana de Valparaíso y La Chascona de Santiago, al pie del cerro San Cristóbal.

martes, 11 de septiembre de 2018


NI UN SEGUNDO
(Del libro en preparación El sol  en la espalda)

Ni un segundo me detendré a pensar en el hombre de la ventana del piso 97 de la Torre Norte, contemplando la dorada mañana neoyorkina, sin la más leve bruma sobre el Hudson, quizás con un vaso de papel mediado de agua fresca. Ni un segundo para imaginar su rostro plácido a la espera de la tensión de la jornada. En lo alto de esa torre millones de turistas hemos sentido, junto a la altura, el vértigo de la civilización, la estúpida complacencia del progreso, la cristalización del lema olímpico –“Citius, Altius, Fortius”- ideado por el dominico Henri Didon en 1891. Allá arriba se han usado millones de videocámaras y cámaras fotográficas, tratando de sortear las irisaciones del cristal irrompible. Pero ese hombre tras el cristal de la Torre Norte mira sin emoción el horizonte: se ha acostumbrado al paisaje como los guacamayos a la selva o los celadores a caminar entre las maravillas del museo, sin advertirlas siquiera. Sólo piensa que el aullido del teléfono lo está sacando de la complacencia. Ese hombre despacha de un trago el vaso de agua, lo estruja y el brazo se le queda arqueado en el instante en que una inmensa máquina voladora enseña su morro ante el cristal.