domingo, 9 de junio de 2013


LOS SENOS SOÑADOS DE RAMÓN


En la España actual y ampliaría el campo al mundo actual tan llenos de miserias, espionajes ¿tan difícil resulta separarse de la política de Bush, señor Obama?-, hipocresías y una torticera interpretación del servicio público conviene rebuscar en otras disciplinas para encontrar consuelo y sosiego y si fuera posible un chispazo de genialidad que alegre nuestras vidas. La depresión puede curarse o al menos paliarse con un lectura al voleo de cualquier texto del prolífico Ramón Gómez de la Serna, quien tengo para mí que cuando escribió el libro al que haremos mención los senos únicos de los que podría tener referencia serían los de la periodista Carmen de Burgos, Colombine, presumiblemente nutricios, por abundantes, a tenor de los 21 años que la separaba del prolífico e inquieto escritor.
     El descubrimiento de su obrita Senos en una librería de viejo de Buenos Aires espoleó mi interés que se tradujo en un artículo de periódico, como el que sigue.


Huidizos en mayo, medio furtivos todavía en junio, se desparraman con desparpajo en julio y se muestran fieros o despectivos en la canícula. Tan tostados y bruñidos como el resto del cuerpo, hermosos o vulgares, los senos pasean su relieve con la sorpresa de la indiferencia que adormece a los habituales de las playas y las piscinas transcurridos ya los primeros días en que el mirón no se había despojado todavía el velo del invierno. Ante tanta exhibición no sé si Ramón hubiera podido urdir ahora el libro que intuyó en 1917.
     Los libreros de viejo de la Avenida de Mayo de Buenos Aires miran con ojos abisales a quien se atreve a adentrarse en el laberinto de los anaqueles polvorientos. Sólo si ven que al intruso no se le escurre la mirada por los lomos de los libros y se engolfa en alguno con glotonería salen de su desmayada y lejana presencia y se avienen a responder consultas. Con el roce, la charla y el cigarrillo se puede pasar la tarde a sabiendas de que algo habrá que les recordará un libro, una edición o una rareza.
    Un frío día de agosto del invierno austral el librero del galpón de Plaza de Mayo se empeñó en que le contase aspectos del desnudismo en las playas de Europa. Le conté entonces la orgía de vida que se vivía en las playas agosteñas del Mediterráneo, los torsos de bronce, los senos torrefactos, la tendencia al nudismo integral, tan distinto a las playas americanas en las que la mujer tapa siempre su pecho, pero realza sus caderas de búcaro con unos diminutos tangas de hilo dental. Le preocupaba a mi amigo si no resultaría insoportable la excitación de tantos senos en derredor, senos de diversas texturas y volúmenes, y de pronto saltó, arrimó una escalera de madera a una estantería y extrajo unos libritos en rústica. Se trataba de una edición de 1979 de Senos, de Ramón Gómez de la Serna, en cuatro partes, cada una de ellas ilustrada con diez xilografías de Rebuffo, Seoane, Moraña y Albino Fernández. La edición había corrido a cargo de @lbino y asociados, editores, y en ese momento no descubrí la modernidad que le daba al conjunto esa “arroba” de correo electrónico cuando todavía no existían los ordenadores personales. Festejamos el descubrimiento y en cuanto tuve ocasión me lancé a su lectura. Por ninguna parte se recordaba que la primera edición era de 1917, cuando Ramón contaba sólo 29 años. Tal parece que los editores informáticos hubieran querido ocultar los seis decenios que habían transcurrido entre la primera edición y aquella reimpresión.
    Luego vino la fiesta de las definiciones: “aldabones del Paraíso”; “en un seno ya se sabe que está el corazón, pero ¿y en el otro?
En el otro está el alma”; “los senos de la viuda asustan un poco y parece que apuntan como un arma de fuego” A los senos en la playa los llama “senos de merluza”. También el estilo literario tiene senos que pueden ser “cimarrones, reventones, miñones, insolentes, pingorotudos, espiritosos, melifluos, sacratísimos, evanescentes, eucarísticos, emperifollados o empingorotados, senos fascinantes de elasticidad y blandura insuperable”.
      Se remansaba en las areolas a las que definía los matasellos de los senos que “sacaban sus cuernecillos guluzmeantes”. No olvida Ramón al señorito tras los senos de las criadas y se muestra racista en su desprecio por los senos de las negras, tan cálidos y acogedores. Todo el libro es una mirada poliédrica, de saltamontes, a los senos, a los que siempre llama así, excepto cuando cita a Renoir: “Si no hubiera tetas, yo no pintaría”. Por muy mujeriego que fuera  en aquellos albores de los “felices veinte”, Ramón intuía los senos como los astrofísicos las estrellas: por referencias y sin apenas catarlos. Tras la borrachera “senil” le surge una duda en su choque con la realidad: “Los senos quizá no están en sí, los senos ‘no están’, los senos son quizá una invención nuestra”.
     ¿Una reinterpretación de La Vida es sueño? Sería una pena.

 

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