viernes, 7 de septiembre de 2018

EL GOLPE DE AGOSTO
                                  (Del libro en preparación La cópula de la libélula)                                               
Aquel martes de agosto de 1991 la mesa estaba al completo. Cada segundo día de la semana, periodistas argentinos, agregados de prensa de las embajadas, corresponsales europeos y algún invitado ocasional se daban cita en el Club Español de Hipólito Yrigoyen, el flanco derecho de la Avenida de 9 de Julio de Buenos Aires, para una comida de confraternización en la que se solían suscitar temas y debatir la política menemista del momento. Era una convocatoria libre, con sedes sucesivas y que ahora se celebraba en un reservado del comedor del Club, un hermoso edificio de principios del siglo XX decorado con mármoles y mobiliario de los tiempos de la Argentina rica, en el que nos instalaban una mesa alargada con diez sitios que solían bastar e incluso sobraban las más de las veces. Como elenco estable se encontraban el patriarca Rudni y Pablo Gusani, ya fallecidos, Rogelio “Pajarito” García Lupo, Isidoro Gilbert, y algún corresponsal de la agencia cubana de noticias. Era una mesa claramente izquierdista en la que sin embargo los periodistas independientes, liberales o decididamente conservadores se encontraban también a sus anchas compartiendo la picada previa a una paella de desigual factura.

Pero aquel martes 20 de agosto de 1991 el gerente del restaurante tuvo que poner varias mesas supletorias. La agregaduría de Prensa de la Embajada de Cuba al completo, el corresponsal de Novosti (y supuesto agente del KGB) e Isidoro Gilbert, el decano de los corresponsales de la agencia soviética Tass en el continente americano, trasladaban al resto de los comensales sus noticias sobre el golpe de Estado que había estallado el lunes en la lejana Unión Soviética (aunque el ambiente la hacía parecer vecina, por lo cercana) contra la “gladnos” y la “perestroika” del presidente Mijail Gorbachov. Como ningún otro día, corrió el vino tinto de Mendoza y alguien tuvo la ocurrencia de pedir una botella de vodka para celebrar el acontecimiento. Isidoro, periodista riguroso, archivo viviente de la dictadura militar y persona entrañable, se felicitaba por su terquedad en haber despreciado desde el principio los intentos aperturistas de Gorbachov. Los cubanos veían disiparse los nubarrones que amenazaban a Cuba con las sucesivas reformas del presidente soviético. Los comensales de izquierdas no comunistas asistían confusos a las celebraciones del golpe que solo a los independientes les parecían divertidas por lo excesivo de la euforia. Los veintitantos periodistas que nos reuníamos en aquella mesa ni siquiera criticamos el apellamiento del arroz de la malhadada paella, más cercana a unas gachas migas que a nuestro plato imperial, atentos como estábamos a los numerosos “ya decía yo” de los comunistas más irredentos. Tras los discursos, el café aguachirlado y los brindis con vodka al estilo ruso, concluyó al reunión con la sensación de que el mundo bipolar había vuelto a la razón y que la tensión nuclear y la guerra fría se instalaban de nuevo en nuestras vidas de donde nunca debieron salir.
Ni al día siguiente ni al otro, ni al tercero, cuando estuvo claro que el golpe contra Gorbachov había fracasado, hubo intercambios telefónicos entre los comensales. Unos cuantos ardíamos en deseos de que llegara el martes para estudiar las reacciones de nuestros colegas. Pero el 27 de agosto de 1991, el aspecto de la mesa de los corresponsales era el vivo escenario de la desolación, subrayada por las erráticas previsiones del dueño del restaurante que para evitar los agobios de la anterior comida había previsto 25 servicios y ordenado dos paellas gigantescas. Solo cinco periodistas nos apiñamos en las sillas del centro de aquella mesa en la que no hubo ni risas estentóreas ni satisfacciones ostentosas. Ni los cubanos, ni el de Novosti, ni Isidoro acudieron a la cita. Entre los congregados cundió la sensación de encontrarnos ante un acontecimiento tan distante como los sueños del amanecer. Extrañamente, recuerdo ahora que la paella salió esta vez bastante aceptable y el cabernet sauvignon mendocino nos dejó un regusto de buen vino que nos llevó a chascar la lengua varias veces en el curso de aquel raro festín.
La Verdad, agosto 2002

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