domingo, 16 de septiembre de 2018

LA CRUZ DEL SUR
(Del libro en preparación A este lado del tiempo)
Aquella tarde de mayo, Matilde Urrutia me confesó que el mayor regalo que le había hecho Pablo Neruda no era “Los versos del Capitán”, ni las docenas de libros dedicados a ella desde entonces, sino la Cruz del Sur, la constelación austral a la que todo viajero debe mirar para orientarse en la noche: “Cuando yo no esté, mira la Cruz del Sur, porque en ese momento la estaré mirando yo”, dijo que le había dicho Pablo.
Cuando vi a Matilde en el vestíbulo del hotel, con su boca ancha, oceánica, “tu boca de guitarra” había escrito Pablo, entendí de golpe “Los versos del Capitán” y los “Cien sonetos de amor”. A sus 61 años, Matilde era una mujer hermosa de risa espontánea que fácilmente se transformaba en rictus cuando recordaba la muerte de Pablo en Isla Negra, una de las tres casas mágicas que la pareja tenía en Chile, con La Sebastiana de Valparaíso y La Chascona de Santiago, al pie del cerro San Cristóbal.
Neruda había vuelto desde París, donde ejercía como embajador de Chile, con un tumor diagnosticado, aunque los médicos no le auguraban una muerte inminente. Ese día 23 de septiembre de hace 25 años, Pablo y Matilde iban a volar a México en un avión que les había enviado el presidente Echevarría; pero ya era demasiado tarde. El golpe militar contra Allende y la muerte del presidente supusieron una certera estocada en el sensible corazón del poeta. Allí, en Isla Negra (ni isla ni negra, sino plomo del Pacífico y verde y castaño de los pinares costeros), Pablo se enteró del saqueo de sus casas de Valparaíso y Santiago, repletas de colecciones y libros. Los “milicos” también llegaron a la casa de la costa, pero la presencia del poeta y su esposa les impuso respeto y el allanamiento quedó en símbolo. Todavía, tres días después del golpe de Pinochet, Neruda escribió las cuatro últimas páginas de sus memorias “Confieso que he vivido”. “Mi pueblo ha sido el más traicionado de este tiempo”, escribe a vuela pluma, y concluye con un recuerdo para la figura del presidente Allende “acribillada y despedazada por las balas de las ametralladoras de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile”. De a poco, se fue sumiendo en la tristeza del horror. El comunista Pablo veía a su país bajo la bota implacable de la dictadura; el poeta Neruda se quedó sin palabras de amor ni amistad. Doce días desde el salvaje bombardeo del Palacio de la Moneda bastaron para que el Premio Nobel de Literatura cerrara sus ojos al Pacífico.
Matilde y sus amigos decidieron trasladar el cuerpo del poeta a La Chascona. Anaqueles vacíos, paredes pintadas por los huecos de los cuadros robados, habitaciones sin muebles, ventanas rotas. Durante el velatorio, iluminado por cirios en un paisaje fantasmal, la llegada de los amigos era advertida por el crujir de los cristales esparcidos por el suelo. El coraje de socialistas y comunistas en la clandestinidad se demostró aquella noche de suicidio colectivo en la que la represión pareció dormir por unas horas. En su “Canto General” y desde el poema “Disposiciones”, Neruda había reclamado a sus amigos: “Enterradme en Isla Negra, compañeros”, pero no fue posible. El féretro fue conducido al cementerio general, donde se encontraban los muertos de la primera hora del golpe, a pocos nichos de distancia de Víctor Jara. 
Varias veces he viajado a la casa del poeta, convertida ahora en museo. Sería largo hablar de lo abigarrado de su mobiliario, sus colecciones de “mascaronas” de proa, bichos, barcos, caracolas, botellas vacías, su caballo de tres colas, su santuario de niño grande; pero mi lugar preferido es el jardín, frente a la espuma del Pacífico –“es blanca como la harina la espuma derramada”--, donde Matilde y Pablo reposan para siempre en sus tumbas bajo la Cruz del Sur y soñando todavía con los narvales, los unicornios marinos que tanto buscó el poeta por todo el mundo.
La Verdad 26 de septiembre 1998

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