domingo, 8 de mayo de 2016

OLIVASTRI MILLENARI

La película El Olivo, de Icíar Bollaín, puede que constituya un revulsivo más a tantos atropellos perpetrados por promotores y constructores en nombre de la codicia y la idiotez. Conocida es la desaparición de nuestros palmerales debido al Picudo Rojo, una especie de escarabajo importado de Egipto en la época en que paisajistas y urbanistas de baja estofa y peores escrúpulos festoneaban con palmeras mediterráneas desérticos paseos y avenidas polvorientas. El exceso de demanda (España toda se iba a convertir en una lujosa urbanización tropical, en un "resort" lujurioso) aconsejó la importación de palmeras en sazón y más baratas que las nacionales, aunque con un inquilino no previsto: el Picudo Rojo, un coleóptero originario del Asia tropical, que ha arrasado con los palmerales del Levante y el Sureste peninsular.
Nadie ha ido por ello a la cárcel. La ignorancia, la malicia y la avaricia han arrasado también nuestros pueblos y sus paisajes al socaire de una malentendida modernización. El expolio ha alcanzado cotas de salvajismo e impudicia. Basta viajar por la Europa devastada tras la Segunda Guerra Mundial para advertir el cuidado, el mimo y la exactitud en la reconstrucción y homogeneización de sus pueblos y ciudades, la cordialidad de su urbanismo.
Bueno, pues con los olivos centenarios y milenarios ocurre en España tres cuartos de lo mismo. Hace apenas diez años, los dueños de olivos centenarios y milenarios del Maestrazgo castellonense y turolense (y de otras regiones) se apresuraban a vender sus fósiles vivientes a particulares y empresarios italianos, principales clientes de estos gigantes, antes de que una inminente ley de protección ambiental impidiera el atropello.
Quienquiera que haya viajado por el Sur de Italia, en teoría la zona más deprimida de la gran península, habrá advertido el cuidado de sus caminos, la limpieza de sus arcenes, adornados con chumberas, adelfas y pequeños arbustos mediterráneos. Hasta el atronar de las cigarras parece milenario.
Ese apego a la eternidad que puede apreciarse en las grandes ciudades de Italia, puede también admirarse en el norte de Cerdeña, en Gallura, a escasos 30 kilómetros de la Villa Certosa de Berlusconi y la Costa Esmeralda. Allí, en medio de grandes formaciones graníticas y cerca del lago artificial de Liscia, aparece tras un muro de piedra, el aviso Olivastri Millenari, oliveras milenarias, una explanada de varias hectáreas en la que se pueden contemplar, previo pago de 2,50 euros por persona, olivos de mil y dos mil años de antigüedad en torno al gigante S'Ozzastru, al que científicos de la Universidad de Sassari atribuyen una existencia de 3.800 años. Tras abrazarlo y escudriñar sus escondrijos (en alguno cabe una persona), se siente la necesidad de acuclillarse a la sombra de sus 600 metros cuadrados de follaje y sumergirse en la contemplación de este soberbio testigo de cuarenta siglos.
S’Ozzaztru seguirá siendo sin duda, con sus 20 metros de perímetro y 14 de altura, un impresionante ejemplar de acebuche (todos los olivos milenarios lo son) entre media docena de “jóvenes” de mil y dos mil años de antigüedad convenientemente datados. Un parque que quizás sea ampliado, si no lo ha sido ya, por alguno de los varios miles de olivos milenarios españoles que languidecen en nuestros campos a la espera del oportuno especulador y traficante sin escrúpulos capaz de tasar sus años en billetes de 500 euros de curso legal.


Lástima.      

1 comentario:

  1. Recuerdo que cuando era niña y vivía en Riaño (León) me escapaba por la puerta trasera de la casa, y me iba al bosque a correr, como si fuera una fierecilla. Y ahí estaba él, mi árbol. Lo abrazaba, me pegaba a su tronco, olía su corteza, el musgo que lo cubría y mis mofletes se manchaban de resina. Mis brazos no lo abarcaban y eso me producía una sensación de cobijo, de protección, ese sentir que había algo enorme que me cubría consolaba algo en mi alma.
    Regresaba a toda prisa a casa porque no quería que me regañara, normal, habían lobos, pero por entonces los lobos eran los miedos de los mayores y no los míos. Llegaba con arañazos en las piernas y los brazos, ¡cómo picaban!, y con una fuerza en mi ser, tan grande que me hacía sentir la niña más feliz del mundo.
    Mi árbol quedó inundado, junto a los prados y el pueblo, por un pantano. Hay quienes dicen que, a veces, parece verse el campanario de la iglesia.
    Olivos milenarios y pinos, encinas y palmeras; tejos, dragos, sabinas, robles y decenas de especies más, son quemados, inundados, talados, trasplantados, mutilados... ¿y los abrazos?,¿cuándo se olvidaron sus abrazos?

    ResponderEliminar