ELOGIO Y NOSTALGIA DEL
SOMBRERO
(Del libro en preparación A
la sombra del jacarandá)
Mi padre llevó sombrero hasta su
muerte. Recuerdo sobre todo sus sombreros de invierno --de fieltro gris,
tostado o verde, de ala estrecha y caída algo achulada-- más que los
veraniegos, de los que no ha quedado ningún vestigio. Tampoco del “salacot”, reminiscencia
de sus viajes por Tierra Santa y Egipto, allá por los años veinte, ni de la
chistera corta que solía acompañar con una bufanda de seda blanca y un bastón
con espadín rematado en una cabeza de perro de marfil. Con mi padre se fueron
los sombreros y en buena hora, pensaba yo, porque estaba persuadido de que la
calorina del tocado y la gomina habían aclarado más de la cuenta su cabello
blanco, y me alegró aunque el ceremonial del saludo con sombrero era una fiesta
visual: dos dedos tocando el ala, tres para asirla sin destocarse, los mismos
para llevarlos a la copa y hacer como que se despojaban del flexible sin
quitárselo, según los casos.
En mi modesta colección de sombreros
predominan sin embargo los veraniegos. Tras la copia del “dick tracy” que compré
en Orlando, vinieron, el de “huaso” chileno, muy parecido al jerezano, pero de
paja; el de gaucho de la Pampa, el de recolector de café colombiano, el
refrescante de “indiana jones”, el de hoja de palma de Johnny Key, los
brasileños imitando en paja un salacot, los achatados vietnamitas o el de
cazador sudáfricano, éste ni de paja ni de fieltro, sino de piel. Con ellos se
agolpan los modelos españoles, en paja entrelazada, como el “pavero”, de ala
ancha y copa en cucurucho, que usaban, dicen, para pastorear los pavos. Pero
sobre todos ellos destaca el “panamá” que me hice llegar de Ecuador, de donde
es sabido que proceden estos sombreros flexibles que caben en el bolsillo sin
necesidad de buscar un perchero donde colgarlos. Una vez engomado y encintado
para recoger el sudor de la frente, el
“panamá” deja de ser flexible y se convierte en una escultura de Eduardo
Úrculo. Mi afición por este pintor procede de dos de las etapas de su
producción, abstracción hecha de sus pinturas negras y su realismo mágico de
los setenta, al estilo de Carlos Franco, Alcolea, Alfredo Pardo o Feli Marcos.
De la primera me atrajeron sus desnudos de mujer, de volúmenes voraces y
fragancias de galán de noche, pese a que en muchas de sus obras el almohadón,
el edredón o las sábanas arrugadas solo dejan al aire unas piernas sublimes
entre la tensión del deseo y la ingravidez de la consumación, en permanente
búsqueda de las misteriosas reglas que llevaron a Velázquez a pintar su “Venus
del espejo”. De la segunda etapa admiré sus sombreros, casi siempre “panamás”,
sobre cabezas vueltas de espaldas, en maletas, mesas o butacones, en playas
--con el inevitable recuerdo del patético profesor de “Muerte en Venecia”
extasiado ante la belleza del joven Tazio bajo los toldos--, y cuando entendió
llegada la hora de la fusión, los volvió a colocar sobre la cabeza de un
cincuentón arrobado ante las procaces piernas que había pintado años antes,
dispuesto a oler sus humores y besar sus junturas, permanentemente ocultas,
¡ay!, por el “panamá”.
ABC 8 de agosto 1999
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