lunes, 21 de abril de 2014


NUNCA LO LLAMARÉ GABO
 
He de confesarlo: nunca hablé con Gabriel García Márquez, ni me hice una foto con él, ni siquiera una “selfie” (un autorretrato con el móvil, para entendernos), por eso no lo llamo Gabo ni Gabito (nunca imaginé así su nombre) ni García, como lo llamaba su agente literaria Carmen Balcells, porque los motes, por universales que sean, son para la intimidad de la familia, del amor o de la amistad y para mi pesar no formé parte de ese escenario.

También lo confieso: envidio sinceramente a quienes tuvieron la oportunidad de intercambiar con él (a quien por supuesto llamarían Gabo) una mirada, una sonrisa y, ya no digamos, una conversación. Habrían salido completos y satisfechos, como me ocurrió a mí con José Donoso, Torrente Ballester, Borges, Bioy, Sábato, gente que te clava la voz en el alma y ya no encuentras obstáculo para repetir, inmodestamente y quizás con demasiadas ínfulas, “como me dijo Borges…”, o “insistía Ernesto Sábato en su casa de Santos Lugares…”, o “realmente Adolfo Bioy era un seductor…” y cosas así que diría ahora, hinchado como un pavo, de García Márquez si hubiera tenido ocasión de poderlo llamar Gabo.


Mi escenario de amor con el escritor se circunscribió a la lectura de sus libros, todos ellos alineados por orden de aparición en mi biblioteca. Cuando compré sus “Cien años…”, en 1968, menos de un año después de su publicación por Sudamericana, ya iba por la octava edición. Después de aquello me apresuré en la busca de sus otras novelitas, como “La hojarasca”, “El coronel no tiene quien le escriba”, “La mala hora”; sus colecciones de cuentos y la sucesiva aparición de sus libros a partir de la concesión del Nobel en 1982.

Las tres ediciones que poseo de “Relato de un naufrago” muestran el exponencial favor que le proporcionaron sus lectores. La edición en la colombiana Oveja Negra de “El general en su laberinto” es vecina de la edición argentina en Sudamericana, y ambas pegadas a los “Doce cuentos peregrinos” de Mondadori. Con su primer tomo de memorias (y previsiblemente único) “Vivir para contarla” obtuve una edición facsímil de la primera de “Cien años…” de 1967. Luego llegó la preciosa novelita “Memorias de mis putas tristes”, que no me cabe duda, esta sí, es la quintaesencia del realismo mágico por los increíbles afanes sexuales de un nonagenario con una adolescente.

Como le ocurre a tantos escritores, no fue su obra cumbre (40 millones de ejemplares vendidos) la favorita de García Márquez, sino “El otoño del patriarca”, primero, y definitivamente “El amor en los tiempos del cólera”, después.

Esa  especial relación bibliófila con el autor colombiano, incluidos los libros biográficos y sus conversaciones, tuvo una peculiar contrapartida. Para quienes gozan leyendo y sufren escribiendo existen autores que azuzan a emprender la aventura literaria de la novela. Obras como “El extranjero”, de Camus, o “La insoportable levedad del ser”, de Milan Kundera, en su simplicidad solo aparente pueden llegar a estimular la carrera literaria de los indecisos. Todo lo contrario del efecto que provoca la lectura de multitud de otros autores, García Márquez entre ellos. La apasionada lectura de “Cien años de soledad” conjuró en mi ánimo cualquier veleidad novelística con el consiguiente resultado benefactor a favor de los bosques, el efecto invernadero y el equilibrio mental de amigos y allegados.

Bien, como hace unos días constataba Carmen Balcells, ahora viene el “gabismo” por los siglos de los siglos. Mejor eso que el exabrupto vía twiter que bajo la foto del escritor con el exmandatario cubano Fidel Castro aseguraba el Viernes Santo: “Pronto estarán juntos en el infierno”. La bestia parda con tal sentido patrimonial del caluroso destino de los pecadores es la congresista electa colombiana del partido del expresidente Álvaro Uribe María Fernanda Cabal, tan cariñosa ella, tan cristiana, criaturica mía. 

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