NUNCA LO LLAMARÉ GABO
He de
confesarlo: nunca hablé con Gabriel García Márquez, ni me hice una foto con él,
ni siquiera una “selfie” (un autorretrato con el móvil, para entendernos), por
eso no lo llamo Gabo ni Gabito (nunca imaginé así su nombre) ni García, como lo
llamaba su agente literaria Carmen Balcells, porque los motes, por universales
que sean, son para la intimidad de la familia, del amor o de la amistad y para
mi pesar no formé parte de ese escenario.
También lo
confieso: envidio sinceramente a quienes tuvieron la oportunidad de
intercambiar con él (a quien por supuesto llamarían Gabo) una mirada, una
sonrisa y, ya no digamos, una conversación. Habrían salido completos y
satisfechos, como me ocurrió a mí con José Donoso, Torrente Ballester, Borges,
Bioy, Sábato, gente que te clava la voz en el alma y ya no encuentras obstáculo
para repetir, inmodestamente y quizás con demasiadas ínfulas, “como me dijo
Borges…”, o “insistía Ernesto Sábato en su casa de Santos Lugares…”, o
“realmente Adolfo Bioy era un seductor…” y cosas así que diría ahora, hinchado
como un pavo, de García Márquez si hubiera tenido ocasión de poderlo llamar
Gabo.
Mi escenario
de amor con el escritor se circunscribió a la lectura de sus libros, todos
ellos alineados por orden de aparición en mi biblioteca. Cuando compré sus “Cien años…”, en 1968, menos de un año
después de su publicación por Sudamericana, ya iba por la octava edición.
Después de aquello me apresuré en la busca de sus otras novelitas, como “La hojarasca”, “El coronel no tiene quien
le escriba”, “La mala hora”; sus colecciones de cuentos y la sucesiva
aparición de sus libros a partir de la concesión del Nobel en 1982.
Las tres
ediciones que poseo de “Relato de un
naufrago” muestran el exponencial favor que le proporcionaron sus lectores.
La edición en la colombiana Oveja Negra de “El
general en su laberinto” es vecina de la edición argentina en Sudamericana, y ambas
pegadas a los “Doce cuentos peregrinos”
de Mondadori. Con su primer tomo de memorias (y previsiblemente único) “Vivir para contarla” obtuve una edición
facsímil de la primera de “Cien años…”
de 1967. Luego llegó la preciosa novelita “Memorias
de mis putas tristes”, que no me cabe duda, esta sí, es la quintaesencia
del realismo mágico por los increíbles afanes sexuales de un nonagenario con
una adolescente.
Como le ocurre
a tantos escritores, no fue su obra cumbre (40 millones de ejemplares vendidos)
la favorita de García Márquez, sino “El
otoño del patriarca”, primero, y definitivamente “El
amor en los tiempos del cólera”, después.
Esa especial relación bibliófila con el autor
colombiano, incluidos los libros biográficos y sus conversaciones, tuvo una
peculiar contrapartida. Para quienes gozan leyendo y sufren escribiendo existen
autores que azuzan a emprender la aventura literaria de la novela. Obras como “El extranjero”, de Camus, o “La insoportable levedad del ser”, de
Milan Kundera, en su simplicidad solo aparente pueden llegar a estimular la
carrera literaria de los indecisos. Todo lo contrario del efecto que provoca la
lectura de multitud de otros autores, García Márquez entre ellos. La apasionada
lectura de “Cien años de soledad”
conjuró en mi ánimo cualquier veleidad novelística con el consiguiente
resultado benefactor a favor de los bosques, el efecto invernadero y el
equilibrio mental de amigos y allegados.
Bien, como
hace unos días constataba Carmen Balcells, ahora viene el “gabismo” por los
siglos de los siglos. Mejor eso que el exabrupto vía twiter que bajo la foto
del escritor con el exmandatario cubano Fidel Castro aseguraba el Viernes
Santo: “Pronto estarán juntos en el infierno”. La bestia parda con tal sentido
patrimonial del caluroso destino de los pecadores es la congresista electa
colombiana del partido del expresidente Álvaro Uribe María Fernanda Cabal, tan
cariñosa ella, tan cristiana, criaturica mía.
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