Tiempo de ladridos: ¿quién defiende al rey?
La conjunción
de aprendices de brujo, espabilados editores de ética escasa, presuntos
adalides del periodismo transmutados en directores de prensa amarilla,
analfabetos políticos, complacientes jueces y magistrados, extremistas
genitales, papanatas digitales, antisistema con dieciocho páginas leídas por
todo bagaje cultural, líderes de opinión mediática dispuestos a defender lo uno
y su contrario según la paga, vagos y maleantes acomodados en el río revuelto;
la conjunción como digo de tal tropa con pensadores bien intencionados,
dolorosamente hartos del brutal aplastamiento de una sociedad que se creía
libre; con políticos solidarios asqueados de la porquería que los rodea; jueces
inermes también ellos ante la corrupción, y gentes a los pies de los caballos
solamente parece traducirse en una obsesión por el abismo de una sociedad que
hace menos de 40 años se había aliado en el proyecto colectivo de olvidar el
pasado y organizarse en el futuro.
Pareciera que una confabulación de poderes y medios para aplastar toda esperanza se hubiera puesto en marcha para arrasar un proyecto de convivencia que tanto entusiasmo suscitó en su día. Lo que parecía intocable ─el Estado del bienestar, la Monarquía, con el rey a la cabeza, el sistema parlamentario representativo─ lo están convirtiendo, detractores y melifluos defensores, en un “reality show” de canal de televisión italiano de la peor especie. Desde hace años, quizás desde el comienzo de la crisis, se me alborotan los versos de Miguel Hernández de su poemario Vientos del Pueblo, escrito durante los dos primeros años de nuestra guerra civil. Se me enrosca en las entrañas el odio que surge de Los cobardes y me predispone contra esta ralea de estómagos desagradecidos:
“Hombres veo que de hombres
solo tienen, solo gastan
el parecer y el cigarro
el pantalón y la barba.
En el corazón son liebres,
gallinas en las entrañas,
galgos de rápido vientre,
que en épocas de paz
ladran
y en épocas de cañones
desaparecen del mapa.”
Estamos en tiempo de ladridos.
Aproximadamente los mismos que impulsaron el camino a la democracia y el olvido
del franquismo, los mismos que supieron arrumbar diferencias para afrontar un
proyecto común y se llegaron al palacio de la Zarzuela a rendir pleitesía al monarca
que los había librado del fusil y la bayoneta, del ridículo y la cobardía,
miran ahora hacia otro lado cuando el Jefe del Estado, por sus propios errores
y por otros sobrevenidos, se encuentra en el nivel más bajo de aceptación
ciudadana. Columnistas monárquicos de pacotilla piden la abdicación en el
Príncipe de Asturias desconociendo que es el rey Juan Carlos el último fusible
que le queda a la Monarquía para no ser devorada por un estado de opinión
disolvente, favorable sin embargo a los intereses de la casta política que ve
así desviado el punto de mira de la ira social.
Hace unos
días, el expresidente Felipe González declaraba estar preocupado “más por el
estado de ánimo del país que por la realidad. El estado de ánimo es muy malo.
(…) Esa crisis [política e institucional] galopa hacia una anarquía
disolvente”. Y se preguntaba: “¿Todo
el esfuerzo de la Transición se está yendo por el desagüe? Las élites de
referencia han dejado de existir en todos los ámbitos, y sin ellas un país
tiene un problema muy serio. Si encima no cuidamos las instituciones... podemos
entrar en otro momento oscuro de nuestra historia”.
Para terminar
machacando: “Estamos ante una crisis
institucional”. Un momento para ir a “una
segunda Transición”. “La primera la hizo, prácticamente solo, Adolfo Suárez.
Cuando yo llegué al Gobierno ya estaba hecha. La hizo él, con más o menos
ayuda, pero él. Y la pagó”.
El estado de
insumisión que se abate sobre una parte importante de la sociedad española se
lo han ganado a pulso nuestros políticos instalados en la mamandurria, según
feliz expresión de la cazadora de talentos Esperanza Aguirre. Creyeron que con
el pago que hubo de afrontar Adolfo Suárez ya estaba todo hecho y que el golpe
de autoridad del monarca les valía para un par de generaciones, así que lo
colmaron de halagos y le dejaron a su aire para dedicarse ellos a una espuria
concepción de la política.
Empezaron
entonces unos movimientos asamblearios de “estos chicos”, unos “malditos
antisistema” cargados de "aburrimiento y odio", que fueron generando
un estado de“anarquía disolvente” y sin empacho para gritarles a los elegidos
apenas unos meses antes que no los consideraban sus representantes. Cuando se
vinieron a caer del guindo, los políticos de los partidos mayoritarios
zascandileaban como pollos sin cabeza; ni tiempo les quedaba para defender a
aquel rey que les salvó el culo y ahora vivía un “annus horribilis”
empujado por los cortesanos a la violeta ─pollos descabezados ellos también─
que le pedían la abdicación en el príncipe Felipe, como si les urgiera el
advenimiento de una tercera república.
Republicano de
convicción como soy, ante tanto desistimiento, tanta cobardía y tanto manejo
alocado de nuestros políticos de bolsillo abierto y mirada huidiza, defiendo al
rey y a la España que durante este periodo democrático ha vivido las más altas
cotas de bienestar y solidaridad. No puedo imaginarme en la Jefatura del Estado
a ninguno de esos tontilocos que, volviendo al poema del oriolano Miguel
Hernández,
Valientemente
se esconden,
gallardamente se escapan
del campo de los peligros
estas fugitivas cacas,
que me duelen hace tiempo
en los cojones del alma.
Dicho sea sin ánimo de ofender más de la cuenta.
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