lunes, 8 de abril de 2013


Unas horas de vuelo

En 1928 trabajaba José Manuel Meseguer, mi padre, de corresponsal en Londres del negocio de exportación de cítricos del suyo. Con apenas 24 años comenzó a enviar artículos y estampas de costumbres ya pactados a los periódicos regionales, especialmente La Verdad de Murcia y El Noticiero Regional de Alcoy.
Para celebrar la aparición definitiva de su libro Testigo de Europa en Bubok http://www.bubok.es/libros/222461/Testigo-de-Europa) tras el fiasco anterior he seleccionado el relato de un viaje en avión de Londres a Hamburgo a 193 kilómetros por hora con deliciosas  consideraciones sobre una aventura que a tenor de las fechas en que se acometió no era una empresa menor.

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Si trabajo costoso fue convencer a los amigos Laguarda y Robles para que tomaran parte en la expedición aérea, no fue menor la tarea que nos impusimos de hacernos ver que lo que nació en una hora de broma de club, estaba lejos de ser una fantasía.

En nuestros bolsillos, cuidadosamente conservados, unos billetes de tonos amarillos reían más que escandalosamente viendo nuestro mal disimulado temor ante las perspectivas del vuelo; sin embargo, y como no era cosa de perder cada uno los ciento sesenta chelines del pasaje, a la hora correspondiente nos hallamos a la puerta del Hotel Victoria, en Londres.

Tras esperar, con resultados negativos, a una señorita salimos con algún retraso para el aeródromo de Croydon.

La naturaleza quiere mitigar en parte nuestras desazones y, sobre el boscaje, sobre los encantadores hotelitos, sobre la cinta negruzca del asfalto, una brazada inmensa de sol arranca tornaluces maravillosos. Hago notar esta borrachera de luz a un expedicionario, el que un tanto temeroso e irónico responde: “Una mañana muy poética, sol, piar de pájaros y... brisa”.

Confieso que esta última palabra me hace mirar rápidamente a las copas de unos árboles. Efectivamente, reconozco en mi amigo mejores dotes de observación. Desde este momento y sin duda por culpa de la brisa, empiezo a creer que la naturaleza nos quiere tomar el pelo...

Croydon. El magnífico pajarraco dispuesto para partir. Dolor de cabeza. La policía. La báscula: quizás para saber los kilos que perdemos por el camino. Algodón para los oídos. Cariñosos saludos de personas que no hemos conocido nunca. Impresos de propaganda. Ruido ensordecedor de hélices. Carreras, preguntas, aviadores. Todo ello nos desconcierta; quisiéramos huir a campo traviesa, solos, sin aeroplano, y sin embargo a las diez estamos en la cabina. Ruge el motor hecho una furia, se mueve el carro, recibimos las últimas manifestaciones de simpatía, cerramos los ojos, y el espacio.

Imposible sustraerse a la emoción. Unas vueltas demasiado recortadas tienen la virtud de marearnos un poco. La inmensa planicie del aeródromo con las inclinaciones del aparato semeja laderas de montañas pronunciadísimas; algunos hangares parece que se nos vienen encima. Los pasajeros, cinco, estamos, sin quererlo, ligeramente pálidos; los aviadores charlan y ríen. Poco a poco empezamos a serenarnos viendo regularizada la estabilidad de nuestro H-N.A.DO. Apenas si nos damos cuenta de que llevamos una velocidad de 193 kilómetros por hora. A unos 3.000 metros sobre la tierra, la perspectiva es originalísima. Senderos, árboles, carreteras, riachuelos, casas de campo, parecen combinadas en un inmenso lienzo de alarde modernista. Colores y líneas geométricas, muchas líneas geométricas. Los edificios nos parecen totalmente aplastados mientras que las gentes, cuando la distancia nos permite precisarlas, son como puntitos insignificantes fijos en una lámina.

Rotterdam, Amsterdam, Bremen, son las escalas que hemos de hacer antes de llegar al fin de nuestra primera jornada. Cruzamos el Canal de la Mancha. Las aguas, besadas intensamente por un sol de canícula, parecen líquidos de preciosos metales estancados; el espejismo de la altura nos hace creer en un mar durmiente, sin oleajes, y los bultitos negros que pródigamente le motean por todas partes, en vez de imaginarlos, con la realidad, veleros y vapores, los pensamos pequeñas sombras de algas marinas.

Grandes trechos por mar y otros adentrándonos en las líneas fronterizas de Bélgica llegamos a Holanda no sin haber sorprendido antes ubérrimas vegetaciones, grupos fabriles, pueblos pintorescos, trenes, lagunas, gentes de campo...

Holanda es una pradera grande, hermosa, el césped ha prodigado sus verdes pinceladas por doquier; caprichosos rectángulos ponen la nota de novedad sobre el tapiz simétrico, uniforme. Las aguas corren en todas direcciones encharcando tierras pantanosas; centenares de vacas pastan en las heredades; unos molinos de viento tienden sus aspas al vacío y, a pesar del contraste, nos hacen pensar con alborozo en los quiméricos gigantes de nuestros campos de Castilla.

Rotterdam, vista de cerca es una población bonita, exótica, caprichosa, admirada a unos cientos de metros sobre sus cúpulas, viendo sus muros lamidos por el agua de muchas arterias llenas de barquitas, festoneada de exuberantes alamedas, enseñoreada con la gallardía de sus puentes, parece un retazo de mágica pesadilla.
Amsterdam, Bremen..., viven la actividad al regazo amoroso de unas aguas tranquilas. Vapores, fábricas, dinamismo, realzan las bellezas naturales de estos pueblos con la noble tarea del trabajo constante.
Desde que somos en Alemania, la tonalidad del paisaje se ha hecho más multicolor. A veces sorprendemos grandes flechas de color oscuro junto a los verdes prados y trozos de tierra parda, son bosques que se hacen borrosos, imprecisos, a nuestra vista.
A las seis de la tarde vemos comenzadas las pequeñas maniobras de aterrizaje, volamos sobre Hamburgo. Afortunadamente y a pesar de la resistencia del aire, observada durante casi todo el vuelo, el viaje ha resultado facilísimo. Si algunos sustos llevamos anotados en nuestro haber, son hijos de la inexperiencia y de los bruscos descensos del aparato, precipitado en el vacío por algunos metros, al encontrar capas de aire de menos densidad.
Al dejar la cabina no podemos evitar un suspiro de alivio. Tiramos los algodones. Desgraciadamente no podemos hacer otro tanto con el zumbido que retenemos en la cabeza y que parece que nos taladra el cerebro. Apenas si reconocemos nuestras maletas, tal vez es el disfraz policromo con que las han revestido las etiquetas de la aviación. Oímos alemán y nos quedamos mucho peor que si leyéramos unas poesías cubistas. Las aduanas. El automóvil, unos kilómetros de campo y Hamburgo con sus poéticos jardines, con sus encantadores lagos, con sus bellas mujeres, flores caprichosas y primaverales.
La Verdad de Murcia, mayo de 1928
 

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