Unas horas de
vuelo
En 1928
trabajaba José Manuel Meseguer, mi padre, de corresponsal en Londres del
negocio de exportación de cítricos del suyo. Con apenas 24 años comenzó a
enviar artículos y estampas de costumbres ya pactados a los periódicos
regionales, especialmente La Verdad
de Murcia y El Noticiero Regional de
Alcoy.
Para
celebrar la aparición definitiva de su libro Testigo de Europa en Bubok http://www.bubok.es/libros/222461/Testigo-de-Europa)
tras el fiasco anterior he seleccionado el relato de un viaje en avión de Londres a Hamburgo
a 193 kilómetros por hora con deliciosas consideraciones sobre una aventura que a tenor de las fechas en que se acometió no era una empresa
menor.
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Si trabajo costoso fue convencer a los amigos Laguarda y Robles para que tomaran parte en la expedición aérea, no fue menor la tarea que nos impusimos de hacernos ver que lo que nació en una hora de broma de club, estaba lejos de ser una fantasía.
En
nuestros bolsillos, cuidadosamente conservados, unos billetes de tonos
amarillos reían más que escandalosamente viendo nuestro mal disimulado temor
ante las perspectivas del vuelo; sin embargo, y como no era cosa de perder cada
uno los ciento sesenta chelines del pasaje, a la hora correspondiente nos
hallamos a la puerta del Hotel Victoria, en Londres.
Tras
esperar, con resultados negativos, a una señorita salimos con algún retraso
para el aeródromo de Croydon.
La
naturaleza quiere mitigar en parte nuestras desazones y, sobre el boscaje,
sobre los encantadores hotelitos, sobre la cinta negruzca del asfalto, una brazada
inmensa de sol arranca tornaluces maravillosos. Hago notar esta borrachera de
luz a un expedicionario, el que un tanto temeroso e irónico responde: “Una
mañana muy poética, sol, piar de pájaros y... brisa”.
Confieso
que esta última palabra me hace mirar rápidamente a las copas de unos árboles.
Efectivamente, reconozco en mi amigo mejores dotes de observación. Desde este
momento y sin duda por culpa de la brisa, empiezo a creer que la naturaleza nos
quiere tomar el pelo...
Croydon.
El magnífico pajarraco dispuesto para partir. Dolor de cabeza. La policía. La
báscula: quizás para saber los kilos que perdemos por el camino. Algodón para
los oídos. Cariñosos saludos de personas que no hemos conocido nunca. Impresos
de propaganda. Ruido ensordecedor de hélices. Carreras, preguntas, aviadores.
Todo ello nos desconcierta; quisiéramos huir a campo traviesa, solos, sin
aeroplano, y sin embargo a las diez estamos en la cabina. Ruge el motor hecho
una furia, se mueve el carro, recibimos las últimas manifestaciones de
simpatía, cerramos los ojos, y el espacio.
Imposible
sustraerse a la emoción. Unas vueltas demasiado recortadas tienen la virtud de
marearnos un poco. La inmensa planicie del aeródromo con las inclinaciones del
aparato semeja laderas de montañas pronunciadísimas; algunos hangares parece
que se nos vienen encima. Los pasajeros, cinco, estamos, sin quererlo,
ligeramente pálidos; los aviadores charlan y ríen. Poco a poco empezamos a
serenarnos viendo regularizada la estabilidad de nuestro H-N.A.DO. Apenas si
nos damos cuenta de que llevamos una velocidad de 193 kilómetros por hora. A
unos 3.000 metros sobre la tierra, la perspectiva es originalísima. Senderos,
árboles, carreteras, riachuelos, casas de campo, parecen combinadas en un inmenso
lienzo de alarde modernista. Colores y líneas geométricas, muchas líneas
geométricas. Los edificios nos parecen totalmente aplastados mientras que las
gentes, cuando la distancia nos permite precisarlas, son como puntitos
insignificantes fijos en una lámina.
Rotterdam,
Amsterdam, Bremen, son las escalas que hemos de hacer antes de llegar al fin de
nuestra primera jornada. Cruzamos el Canal de la Mancha. Las aguas, besadas
intensamente por un sol de canícula, parecen líquidos de preciosos metales estancados;
el espejismo de la altura nos hace creer en un mar durmiente, sin oleajes, y
los bultitos negros que pródigamente le motean por todas partes, en vez de
imaginarlos, con la realidad, veleros y vapores, los pensamos pequeñas sombras
de algas marinas.
Grandes
trechos por mar y otros adentrándonos en las líneas fronterizas de Bélgica
llegamos a Holanda no sin haber sorprendido antes ubérrimas vegetaciones,
grupos fabriles, pueblos pintorescos, trenes, lagunas, gentes de campo...
Holanda
es una pradera grande, hermosa, el césped ha prodigado sus verdes pinceladas
por doquier; caprichosos rectángulos ponen la nota de novedad sobre el tapiz
simétrico, uniforme. Las aguas corren en todas direcciones encharcando tierras
pantanosas; centenares de vacas pastan en las heredades; unos molinos de viento
tienden sus aspas al vacío y, a pesar del contraste, nos hacen pensar con alborozo
en los quiméricos gigantes de nuestros campos de Castilla.
Rotterdam,
vista de cerca es una población bonita, exótica, caprichosa, admirada a unos
cientos de metros sobre sus cúpulas, viendo sus muros lamidos por el agua de
muchas arterias llenas de barquitas, festoneada de exuberantes alamedas,
enseñoreada con la gallardía de sus puentes, parece un retazo de mágica
pesadilla.
Amsterdam,
Bremen..., viven la actividad al regazo amoroso de unas aguas tranquilas.
Vapores, fábricas, dinamismo, realzan las bellezas naturales de estos pueblos
con la noble tarea del trabajo constante.
Desde
que somos en Alemania, la tonalidad del paisaje se ha hecho más multicolor. A
veces sorprendemos grandes flechas de color oscuro junto a los verdes prados y
trozos de tierra parda, son bosques que se hacen borrosos, imprecisos, a
nuestra vista.
A las
seis de la tarde vemos comenzadas las pequeñas maniobras de aterrizaje, volamos
sobre Hamburgo. Afortunadamente y a pesar de la resistencia del aire, observada
durante casi todo el vuelo, el viaje ha resultado facilísimo. Si algunos sustos
llevamos anotados en nuestro haber, son hijos de la inexperiencia y de los
bruscos descensos del aparato, precipitado en el vacío por algunos metros, al
encontrar capas de aire de menos densidad.
Al dejar
la cabina no podemos evitar un suspiro de alivio. Tiramos los algodones.
Desgraciadamente no podemos hacer otro tanto con el zumbido que retenemos en la
cabeza y que parece que nos taladra el cerebro. Apenas si reconocemos nuestras
maletas, tal vez es el disfraz policromo con que las han revestido las
etiquetas de la aviación. Oímos alemán y nos quedamos mucho peor que si
leyéramos unas poesías cubistas. Las aduanas. El automóvil, unos kilómetros de
campo y Hamburgo con sus poéticos jardines, con sus encantadores lagos, con sus
bellas mujeres, flores caprichosas y primaverales.
La Verdad de Murcia, mayo de 1928
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