miércoles, 3 de abril de 2013


Cuando se abren las compuertas del cielo

Quien no haya vivido una lluvia en ese inmenso jardín que es América, según nos cantaba Nino Bravo, no sabe lo que es llover, tifones y monzones aparte, pero también más lejanos y ajenos. Quien no haya asistido a una tormenta eléctrica en el país de la Pampa desconoce el temor que se puede sentir ─terror diría─ ante la Naturaleza desatada convertida en un Vulcano cabreado, blasfemando a base de rayos y relámpagos, amedrentando con un trueno incesante, un rodillo que arrastraran los dioses todos por los caminos sin empedrar de los cielos. ¡Rediós, qué espanto!


Quiero recordar una tormenta, a la que asistí desde un balcón de la calle Tagle de Buenos Aires, enfrente de la sede de la Embajada de España, cuyos estallidos de luz me permitieron leer media página de una novela, tal era la sucesión ininterrumpida de rayos y centellas, cuyo resplandor sustituía con ventaja el alumbrado eléctrico, desaparecido con la primera descarga.

En cuanto a la lluvia, también ahí se sentía la indefensión ante la Naturaleza. Cada vez que llueve por aquellos parajes no es lluvia lo que cae sino chorreones de agua como si se abrieran de golpe las compuertas de los cielos capaces de quebrar ramas y árboles por la sola fuerza de su caída. Cierto es que, al menos en aquellos años de gobiernos democráticos tras la dictadura de la Junta Militar, la red de alcantarillado se veía obstruida a menudo con todo tipo de basuras y restos de animales, pero tengo para mí que aunque las infraestructuras de desagüe relucieran como los caños de oro no había red posible que pudiera absorber las cascadas de agua que desprendían aquellas nubes preñadas como la panza de una burra.

En tales situaciones, sin fluido eléctrico y por tanto, sin semáforos, había que echar mano del coraje y la imaginación. Por ejemplo, acometer los cruces de calles y avenidas con la determinación de quien hace “puenting” o se lanza a una cama elástica cimbreada por los bomberos. Por aquellos tiempos no eran demasiados los automóviles con seguro de accidentes en regla por lo que el primero que decidía meter el morro, pasaba. Por ejemplo, circular por las aceras para evitar que el agua gripara el motor del coche. Lo aconsejable era quedarse en casa, misión imposible para una ciudad como Buenos Aires que con su conurbano alcanza los 14 millones de habitantes.

Es verdad que parte de nuestros ríos andan soliviantados y anegan campos, sembradíos y viviendas, es posible que el cambio climático nos esté enviando avisos que no queremos ver, pero las inundaciones que viven ahora las dos capitales argentinas, La Plata (capital de la provincia de Buenos Aires) y Buenos Aires (capital del país) son realmente espeluznantes y si el gobernador Scioli dice que hacía cien años que no se veía nada igual, rebájenle a la cifra (para no caer en exageraciones) si quieren quince o veinte años, pero puede ser verdad. También les digo que por mucha que sea la elocuencia de las imágenes, es una broma si se las compara con el momento en que se enciende el cielo, atruenan las nubes y se abren las compuertas. ¡Ahí querría yo ver al gran Nino Bravo cantando a los jardines y aguantando el chaparrón! 

1 comentario:

  1. Tus tormentas me recuerdan la mañana que, saliendo de su casa santiaguina, mi amiga la Ximenita Vergara pensó en alto: " Qué raro, está lloviendo y no hace nada de frío!"
    Su precisión barométrica quedó acreditada esa misma tarde, cuando los Andes arrojaron masas de barro y piedras que arrasaron poblaciones, casas y pobladores e inundaron el propio Santiago.
    La naturaleza transandina!

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