Cuando se abren las compuertas del cielo
Quien no haya
vivido una lluvia en ese inmenso jardín que es América, según nos cantaba Nino
Bravo, no sabe lo que es llover, tifones y monzones aparte, pero también más lejanos
y ajenos. Quien no haya asistido a una tormenta eléctrica en el país de la
Pampa desconoce el temor que se puede sentir ─terror diría─ ante la Naturaleza
desatada convertida en un Vulcano cabreado, blasfemando a base de rayos y
relámpagos, amedrentando con un trueno incesante, un rodillo que arrastraran
los dioses todos por los caminos sin empedrar de los cielos. ¡Rediós, qué
espanto!
Quiero recordar una tormenta, a la que asistí desde un balcón de la calle Tagle de Buenos Aires, enfrente de la sede de la Embajada de España, cuyos estallidos de luz me permitieron leer media página de una novela, tal era la sucesión ininterrumpida de rayos y centellas, cuyo resplandor sustituía con ventaja el alumbrado eléctrico, desaparecido con la primera descarga.
En cuanto a la
lluvia, también ahí se sentía la indefensión ante la Naturaleza. Cada vez que
llueve por aquellos parajes no es lluvia lo que cae sino chorreones de agua
como si se abrieran de golpe las compuertas de los cielos capaces de quebrar
ramas y árboles por la sola fuerza de su caída. Cierto es que, al menos en
aquellos años de gobiernos democráticos tras la dictadura de la Junta Militar,
la red de alcantarillado se veía obstruida a menudo con todo tipo de basuras y
restos de animales, pero tengo para mí que aunque las infraestructuras de
desagüe relucieran como los caños de oro no había red posible que pudiera
absorber las cascadas de agua que desprendían aquellas nubes preñadas como la
panza de una burra.
En tales
situaciones, sin fluido eléctrico y por tanto, sin semáforos, había que echar
mano del coraje y la imaginación. Por ejemplo, acometer los cruces de calles y
avenidas con la determinación de quien hace “puenting” o se lanza a una cama
elástica cimbreada por los bomberos. Por aquellos tiempos no eran demasiados
los automóviles con seguro de accidentes en regla por lo que el primero que
decidía meter el morro, pasaba. Por ejemplo, circular por las aceras para
evitar que el agua gripara el motor del coche. Lo aconsejable era quedarse en
casa, misión imposible para una ciudad como Buenos Aires que con su conurbano
alcanza los 14 millones de habitantes.
Es verdad que
parte de nuestros ríos andan soliviantados y anegan campos, sembradíos y
viviendas, es posible que el cambio climático nos esté enviando avisos que no
queremos ver, pero las inundaciones que viven ahora las dos capitales
argentinas, La Plata (capital de la provincia de Buenos Aires) y Buenos Aires
(capital del país) son realmente espeluznantes y si el gobernador Scioli dice
que hacía cien años que no se veía nada igual, rebájenle a la cifra (para no
caer en exageraciones) si quieren quince o veinte años, pero puede ser verdad.
También les digo que por mucha que sea la elocuencia de las imágenes, es una
broma si se las compara con el momento en que se enciende el cielo, atruenan
las nubes y se abren las compuertas. ¡Ahí querría yo ver al gran Nino Bravo
cantando a los jardines y aguantando el chaparrón!
Tus tormentas me recuerdan la mañana que, saliendo de su casa santiaguina, mi amiga la Ximenita Vergara pensó en alto: " Qué raro, está lloviendo y no hace nada de frío!"
ResponderEliminarSu precisión barométrica quedó acreditada esa misma tarde, cuando los Andes arrojaron masas de barro y piedras que arrasaron poblaciones, casas y pobladores e inundaron el propio Santiago.
La naturaleza transandina!