domingo, 31 de marzo de 2013





DESPEREZOS RELIGIOSOS DE LA ESPAÑA DE ANTAÑO


Eran otros tiempos y no por pasados, mejores. Apenas amanecido el domingo de Resurrección, el estrépito de la loza y la porcelana contra el suelo de unos recipientes ya inservibles y reservados para la ocasión (botijos sin asa, orinales agujereados, platos desportillados, lebrillos destrozados), competía con el batir de las campanas y la subida del volumen de los aparatos de radio que habían mantenido las voces afelpadas, secuestradas por el dolor de un Cristo muerto y la aspereza de las costumbres. La paleta de voces y ruidos quería anunciar de la manera más festiva y explícita posible el misterio de la Resurrección, y de un modo quizás inconsciente la destrucción de las cadenas. La España rural se desperezaba así de la ruda penitencia a la que la sometían la obediencia y la incultura ancestral y una ristra de capuchinos y franciscanos esparcidos en pie de misión interior por pueblos, aldeas y pedanías. Nadie que viviera en la ciudad o en la capital de la provincia podía ni siquiera imaginar la voracidad con que la Iglesia nacional─católica de la España de los 50 y los 60 se abatía sobre las gentes de los pueblos para inmovilizar sus mentes y encapsular sus deseos con la habilidad de una araña con su presa.


Los días de Semana Santa previos al domingo de Resurrección se jalonaban con gélidos rosarios de la aurora, interminables vía crucis y recurrentes amenazas de caer bajo los mandobles de todos los ángeles flamígeros del cielo si se persistía en el pecado y la concupiscencia. Antes de la confesión general del Viernes, los predicadores amenazaban con los fuegos del infierno a quienes no acudieran a confesar sus seguramente terribles pecados. Las espeluznantes historias que exponían a modo de ejemplos y las contundentes admoniciones de la Cuaresma terminaban dando sus frutos en las interminables colas que trabajadores y braceros formaban ante los confesionarios de madera.

Los niños quedábamos aterrados cuando al alzarse del cubículo, aquellos hombretones de pieles requemadas y manos grandes como mazas debían arrodillarse ante el altar con los brazos en cruz como parte de la penitencia impuesta por el párroco y sus ayudantes. ¡Cuántos y de qué gravedad debían de ser sus pecados para humillarlos en público ante todo el pueblo! En la cola de las naves laterales, antes del confesionario, se les veía nerviosos, boina en mano, incómodos, embutidos en el traje de los domingos, abrochada la camisa hasta el último botón, lo que les obligaba a agitar los músculos del cuello y buscar una rendija por donde aflojar el cerco y conseguir algo de aire. Ni se les pasaba por la imaginación escabullirse de la fila, atrapados como estaban por siglos de obediencia.

Más cómodas se veía a las mujeres bajo sus mantillas y sus velos, murmurando rezos y plegarias, entregadas muchas de ellas al cuidado de las imágenes y al cultivo de los brotes blancos de trigo con los que adornar los altares de los Santos Oficios de Jueves y Viernes. Los entrecejos permanecían fruncidos ante cualquier muestra de alegría. Cualquier copla que saliera de la garganta era pecaminosa, carente del respeto debido al Difunto y el agobio resultaba tan profundo que no se entiende que no surgiera el grito y la rebeldía.

Pero aquel invisible corsé de vidas y conductas, extraído ahora de la bruma del recuerdo, sofocaba sin esfuerzo cualquier grito o el amago de una insurrección. Uno se hace al látigo y a la orden. Eran tiempos de sumisión aquellos de la España rural de hace medio siglo y no por pasados y antiguos que nos parezcan, por mucho que se convoque a la nostalgia, fueran mejores. 

4 comentarios:

  1. Ignacio Fontes de Garnica1 de abril de 2013, 15:15

    Da miedo retrospectivo el relato hiperrealista de la Semana Santa, aunque ignoraba esa explosión festiva del domingo de Resurrección; recuerdo, por el contrario, la labor de restauración del lañador, oficio de la miseria, recomponiendo los platos rotos y alargando sus vidas por unos céntimos: ojalá hubiera lañadores de la vida...

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  2. Preciamente iba a escribir "lebrillos repletos de lañas", pero no sabía si se entendería. Aún recuerdo las zafas o jofainas de loza con las señales herrumbrosas de las lañas. El lañador se anunciaba en los pueblos al grito de "el lañaooor y paragüero" y competían en audiencia infantil con el afilador y con el pescatero, todos ellos caballeros sobre bicicleta Orbea.
    Gracias, sois muy amables.

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  3. Yo soy niña de ciudad, de pueblo en vendimia y Semana Santa.
    El relato me parece más realista que hiperrealista, porque algunos venimos de esa España.
    Yo tuve mi bicicleta Orbea.
    Insisto en que esa nostalgia es la que nos hace peinar canas disimuladas.
    Suscribo con ahínco el deseo poético de Ignacio Fontes de que nos lañen la vida.
    Ese comentario encierra...¿qué encierra?
    Seis palabras simples condensan sensibilidad en esencia

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