domingo, 10 de marzo de 2013


CANCIÓN DE OTOÑO EN PRIMAVERA
 
         El profesor de Francés del internado, a quien llamábamos “le divine lapin”, por sus facciones medio conejiles, se reveló un enamorado de los Poemas saturnianos de Paul Verlaine de los que nos solía recitar la “Canción de Otoño”, especialmente su primera estrofa en la que, decía, se encontraba en todo su esplendor la profundidad de la pronunciación francesa, aunque pasado el tiempo tengo para mí que era un melancólico de libro. Aquella primera estrofa se nos grabó de manera indeleble a los alumnos de aquella promoción: Les sanglots longs / Des violons / De l'automne / Blessent mon coeur / D’une langueur / Monotone. Y quedó larvada a la espera de que la lectura del Canto General de Pablo Neruda la rescatase. El resultado fue esta melancólica columna de tarde de domingo titulada Visita que se publicó en el diario ABC  el 3 de marzo de 2000.

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Viene sigilosa al modo de un gato que busca su lugar para la siesta, y se aposenta silenciosa como el pariente en la habitación del enfermo. Traen invierno sus ojos y su parloteo mudo sorbe con descaro los ánimos de su anfitrión. Su sola presencia tamiza la luz y exige acordes de Mahler o Chopin como el amigo inoportuno urge un whisky antes de los saludos. Las siete de la tarde de cualquier domingo sin playa y la visita se hace huésped sin otro permiso que el de Paul Verlaine (“Los largos suspiros/ de los violines/ del otoño/ hieren mi corazón/ de una languidez / monótona” o “qué es esta languidez/ que penetra mi corazón?”). Ni caso hace del nombre que le estampa  Neruda en su Canto General. Se asienta con descaro de modelo en una pausa de la sesión y su rara belleza actúa como un letal bebedizo para su hospedador. Lentas discurren las horas bajo los quejidos del segundo movimiento de la Incompleta de Schubert. La tarde se carga a lo lejos de amarillos entre los chopos del parque que se resisten a brotar. Cruza sus largas piernas de adolescente, retira su melena de vieja aniñada y mordisquea un membrillo, gestos repetidos que le indican al anfitrión que tendrá que pasar con ella el resto de la tarde y toda la inmensa noche.    
            Puede ser el timbre del teléfono, un claxon impaciente o un despertar, pero como viene se va, y si no alegría, su marcha produce el bienestar de su ausencia. El sol de mediodía del invierno seco estalla de nuevo en los ojos, el ritmo de la música ambiental de la oficina esconde mensajes de optimismo y confort, los amigos resultan extremadamente cuidadosos en sus conversaciones y la cerveza canta bien fría en el aperitivo. Ninguna duda queda de que los chopos comienzan a florecer por la bondad traicionera de este invierno templado ni de que los atardeceres tiran más al rojo que al amarillo. La irritación también es un buen bálsamo, como la que le acometía a Pablo Neruda en su mirada epopéyica a sus tierras americanas, aunque siempre temiendo el regreso de la visita indeseable que le hacía escribir: “Yo vi llegar a mi corazón, como una copa que odio, la vieja melancolía”.

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