CANCIÓN
DE OTOÑO EN PRIMAVERA
El profesor de Francés del
internado, a quien llamábamos “le divine
lapin”, por sus facciones medio
conejiles, se reveló un enamorado de los Poemas
saturnianos de Paul Verlaine de los que nos solía recitar la “Canción de Otoño”, especialmente su
primera estrofa en la que, decía, se encontraba en todo su esplendor la
profundidad de la pronunciación francesa, aunque pasado el tiempo tengo para mí que era un melancólico de libro. Aquella primera estrofa se nos grabó
de manera indeleble a los alumnos de aquella promoción: Les sanglots longs / Des violons
/ De l'automne / Blessent mon coeur / D’une langueur / Monotone. Y
quedó larvada a la espera de que la lectura del Canto General de Pablo
Neruda la rescatase. El resultado fue esta melancólica columna de tarde de
domingo titulada Visita que se publicó en el diario ABC el 3 de marzo de 2000.
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Viene
sigilosa al modo de un gato que busca su lugar para la siesta, y se aposenta
silenciosa como el pariente en la habitación del enfermo. Traen invierno sus
ojos y su parloteo mudo sorbe con descaro los ánimos de su anfitrión. Su sola
presencia tamiza la luz y exige acordes de Mahler o Chopin como el amigo inoportuno
urge un whisky antes de los saludos. Las siete de la tarde de cualquier domingo
sin playa y la visita se hace huésped sin otro permiso que el de Paul Verlaine (“Los largos suspiros/ de los violines/ del
otoño/ hieren mi corazón/ de una languidez / monótona” o “qué es esta languidez/ que penetra mi
corazón?”). Ni caso hace del nombre que le estampa Neruda en su Canto General. Se asienta
con descaro de modelo en una pausa de la sesión y su rara belleza actúa como un
letal bebedizo para su hospedador. Lentas discurren las horas bajo los quejidos
del segundo movimiento de la Incompleta de Schubert. La tarde se carga a
lo lejos de amarillos entre los chopos del parque que se resisten a brotar.
Cruza sus largas piernas de adolescente, retira su melena de vieja aniñada y
mordisquea un membrillo, gestos repetidos que le indican al anfitrión que
tendrá que pasar con ella el resto de la tarde y toda la inmensa noche.
Puede
ser el timbre del teléfono, un claxon impaciente o un despertar, pero como
viene se va, y si no alegría, su marcha produce el bienestar de su ausencia. El
sol de mediodía del invierno seco estalla de nuevo en los ojos, el ritmo de la
música ambiental de la oficina esconde mensajes de optimismo y confort, los
amigos resultan extremadamente cuidadosos en sus conversaciones y la cerveza
canta bien fría en el aperitivo. Ninguna duda queda de que los chopos comienzan
a florecer por la bondad traicionera de este invierno templado ni de que los
atardeceres tiran más al rojo que al amarillo. La irritación también es un buen
bálsamo, como la que le acometía a Pablo Neruda en su mirada epopéyica a sus
tierras americanas, aunque siempre temiendo el regreso de la visita indeseable
que le hacía escribir: “Yo vi llegar a mi
corazón, como una copa que odio, la vieja melancolía”.
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