jueves, 7 de marzo de 2013


¡AQUELLAS MUCHEDUMBRES DEL 75…!

No va de nostalgia, que según José Luis de Villalonga “es un error” y para el Diccionario del Español Actual de Seco, Andrés y Ramos,  es la “tristeza causada por la lejanía o la ausencia [de alguien o de algo]”. No va de nostalgia, como se verá por el relato, sino de recuerdos que se avivan y revolican por las imágenes del sentimiento popular desbordado, como el que se está expresando ahora con la muerte del presidente venezolano, Hugo Chávez, y hace unos años con la muerte en accidente de la entonces “princesa del pueblo”, Diana de Gales. Solamente la manifestación excesiva del llanto y el grito, la conmoción de una sociedad aparentemente inerme ante la ausencia del icono trabajosamente fabricado, enlazan ambos acontecimientos, tan alejados, sin embargo, entre sí, como el trecho que los separa de la muerte de nuestro contumaz dictador Francisco Franco. Quizá los lacrimosos pucheros de Arias Navarro y de Nicolás Maduro al dar a conocer ambos acontecimientos podrían motivas algunas semejanzas, pero hasta ahí no más. La descarnada expresión de dolor de los venezolanos poco se compadece con la silente y compungida de quienes se agruparon ante el Palacio de Oriente.


Cuando aquel gélido sábado 22 de noviembre de 1975 se abrió al público la capilla ardiente en la Sala de Columnas del Palacio, largas y silenciosas colas de a seis en fondo aguardaban turno para pasar ante el túmulo funerario. Muchos afirmarían después que en la paciente espera se mezclaban por igual fervorosos franquistas, urgidos de un último adiós de su Caudillo, y camuflados antifranquistas de la estirpe de santo Tomás necesitados de ver a Franco de cuerpo presente para llegar a creérselo.

Pese al frío, un puñado espolvoreado de adeptos vestidos con el atuendo del partido unificado Falange Española Tradicionalista y de las JONS (camisa azul mahón, correaje y boina roja que aquel día llevaban los fervorosos bajo la trabilla de su hombro izquierdo) desempolvado de algún viejo arcón, se plantaban ante el féretro, saludaban brazo en alto y dudaban entre el silencio o los gritos de rigor. Afuera, cada quince minutos, el cañón de salvas calentaba la mañana y se solapaba con la música sacra que expandían los altavoces de la plaza.   

Desde la izquierda del túmulo, por donde hacían mutis los adeptos, algunos periodistas observábamos con cierta desgana las miradas incrédulas, doloridas, acuciosas, escrutadoras, de quienes pasaban ante el pequeño cajón que contenía el cuerpo de un Franco rejuvenecido a base de afeites y ceras para borrar los restos de la terrible carnicería a la que lo habían sometido sus más cercanos. A nuestra espalda un muchacho alto y flaco, de aspecto patibulario bajo su gabán negro, largo hasta los tobillos, se movía nervioso y atribulado. Se acercó al féretro, a la altura de los pies del finado, reflexionó unos minutos y regresó hasta nosotros con el rostro cerúleo y demudado. Agarró a Ramón Pi por los brazos y masculló, casi gritando: “¡Le han cortado las piernas!”. Nos acercamos para tratar de convencerlo de que el Caudillo era así de pequeñito y que posiblemente la masacre de la agonía lo había empequeñecido aún más. En vano. Entre gestos acalambrados, el muchacho estaba convencido de que los enemigos de Franco habían finalmente triunfado, empequeñeciéndolo. Alguien lo sacó de allí y al poco supimos que tan colérico joven era hijo de un connotado concejal del barrio de Salamanca, franquista hasta las cachas.

Corría la mañana y con ella el tedio, del que vino a sacarnos Miguel Ángel Nieto con una sorprendente noticia: “¡Se mueve!” Nos acercamos con cautela para advertir que efectivamente el difunto hacía visajes y se le movían los mofletes en una especie de  tic nervioso, posiblemente causado por el calor reinante que le iba descomponiendo maquillaje y afeites.

La evidencia del fenómeno llevó a los cuidadores a ordenar el cierre de la capilla ardiente en tanto recomponían al difunto. Bajamos las escalinatas y cuando salimos a la plaza la silente cola, la música sacra y el cañón de salvas seguían allí.   

 

1 comentario:

  1. Fantástica la anécdota del muchacho que lo creía un gigante..., ¿por qué, entonces, iban a llamarlo General Patascortísimas?

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