¡AQUELLAS MUCHEDUMBRES DEL 75…!
No va de nostalgia, que según José Luis de Villalonga “es un error” y para
el Diccionario del Español Actual de Seco, Andrés y Ramos, es la “tristeza causada por la lejanía o la
ausencia [de alguien o de algo]”. No va de nostalgia, como se verá por el
relato, sino de recuerdos que se avivan y revolican por las imágenes del
sentimiento popular desbordado, como el que se está expresando ahora con la
muerte del presidente venezolano, Hugo Chávez, y hace unos años con la muerte
en accidente de la entonces “princesa del pueblo”, Diana de Gales. Solamente la
manifestación excesiva del llanto y el grito, la conmoción de una sociedad
aparentemente inerme ante la ausencia del icono trabajosamente fabricado, enlazan
ambos acontecimientos, tan alejados, sin embargo, entre sí, como el trecho que
los separa de la muerte de nuestro contumaz dictador Francisco Franco. Quizá
los lacrimosos pucheros de Arias Navarro y de Nicolás Maduro al dar a conocer
ambos acontecimientos podrían motivas algunas semejanzas, pero hasta ahí no más.
La descarnada expresión de dolor de los venezolanos poco se compadece con la
silente y compungida de quienes se agruparon ante el Palacio de Oriente.
Cuando aquel gélido sábado 22 de noviembre de 1975 se abrió al público la capilla ardiente en la Sala de Columnas del Palacio, largas y silenciosas colas de a seis en fondo aguardaban turno para pasar ante el túmulo funerario. Muchos afirmarían después que en la paciente espera se mezclaban por igual fervorosos franquistas, urgidos de un último adiós de su Caudillo, y camuflados antifranquistas de la estirpe de santo Tomás necesitados de ver a Franco de cuerpo presente para llegar a creérselo.
Pese al frío, un puñado espolvoreado de adeptos vestidos con el atuendo
del partido unificado Falange Española Tradicionalista y de las JONS (camisa
azul mahón, correaje y boina roja que aquel día llevaban los fervorosos bajo la
trabilla de su hombro izquierdo) desempolvado de algún viejo arcón, se
plantaban ante el féretro, saludaban brazo en alto y dudaban entre el silencio
o los gritos de rigor. Afuera, cada quince minutos, el cañón de salvas calentaba
la mañana y se solapaba con la música sacra que expandían los altavoces de la
plaza.
Desde la izquierda del túmulo, por donde hacían mutis los adeptos, algunos
periodistas observábamos con cierta desgana las miradas incrédulas, doloridas,
acuciosas, escrutadoras, de quienes pasaban ante el pequeño cajón que contenía
el cuerpo de un Franco rejuvenecido a base de afeites y ceras para borrar los
restos de la terrible carnicería a la que lo habían sometido sus más cercanos.
A nuestra espalda un muchacho alto y flaco, de aspecto patibulario bajo su
gabán negro, largo hasta los tobillos, se movía nervioso y atribulado. Se
acercó al féretro, a la altura de los pies del finado, reflexionó unos minutos
y regresó hasta nosotros con el rostro cerúleo y demudado. Agarró a Ramón Pi
por los brazos y masculló, casi gritando: “¡Le han cortado las piernas!”. Nos
acercamos para tratar de convencerlo de que el Caudillo era así de pequeñito y
que posiblemente la masacre de la agonía lo había empequeñecido aún más. En
vano. Entre gestos acalambrados, el muchacho estaba convencido de que los
enemigos de Franco habían finalmente triunfado, empequeñeciéndolo. Alguien lo
sacó de allí y al poco supimos que tan colérico joven era hijo de un connotado
concejal del barrio de Salamanca, franquista hasta las cachas.
Corría la mañana y con ella el tedio, del que vino a sacarnos Miguel
Ángel Nieto con una sorprendente noticia: “¡Se mueve!” Nos acercamos con
cautela para advertir que efectivamente el difunto hacía visajes y se le movían
los mofletes en una especie de tic
nervioso, posiblemente causado por el calor reinante que le iba descomponiendo
maquillaje y afeites.
La evidencia
del fenómeno llevó a los cuidadores a ordenar el cierre de la capilla ardiente
en tanto recomponían al difunto. Bajamos las escalinatas y cuando salimos a la
plaza la silente cola, la música sacra y el cañón de salvas seguían allí.
Fantástica la anécdota del muchacho que lo creía un gigante..., ¿por qué, entonces, iban a llamarlo General Patascortísimas?
ResponderEliminar