martes, 6 de mayo de 2014


SOMBREROS
Dicen que todo vuelve. Lo curioso es que lo dictaminan personajes que a su temprana edad no tendrían que andar ensimismados en el pasado sino creando  para el futuro. Puede que sea pereza creativa o simplemente que el buceo en el ayer pueda terminar siendo apasionante para quienes no lo vivieron. Después de un largo periodo de liberación y oreo del cabello masculino y casi a hurtadillas han ido regresando las gorras deportivas, las boinas, las gorras de campo y también, de modo creciente, el sombrero. Con este cambio climático y el inmisericorde calor sobre el cráneo se vuelven a  ver los sombreros adornando la indumentaria masculina.  No es todavía el regreso que caracterizó y uniformizó las décadas de los 40 a los 60, pero cada vez con más frecuencia puede verse en las ciudades (en los campos se llevó siempre la cabeza cubierta) el retorno del flexible o del “panamá”.   
   
Mi padre llevó sombrero hasta su muerte. Recuerdo sobre todo sus sombreros de invierno --de fieltro gris, tostado o verde, de ala estrecha y caída algo achulada-- más que los veraniegos, de los que no ha quedado ningún vestigio. Tampoco del “salacot”, reminiscencia de sus viajes por Tierra Santa y Egipto allá por los años veinte, aunque sí la chistera corta que solía acompañar con una bufanda de seda blanca y un bastón con espadín rematado en una cabeza de perro de marfil. Con mi padre se fueron los sombreros y en buena hora, pensaba yo, porque estaba persuadido de que la calorina del tocado y la gomina habían aclarado más de la cuenta su cabello blanco, y me alegró pese a que con su ausencia se marchó también el ceremonial del saludo con sombrero, una auténtica fiesta visual: dos dedos tocando el ala que venía a ser un Hola sin palabras; tres dedos para asirla sin destocarse en señal de mayor consideración; los mismos tres para llevarlos a la copa y hacer como que se despojaban del flexible sin quitárselo como muestra excelsa de respeto y finalmente el destocamiento en lugar cubierto. Sin tanta significación como los mensajes del abanico de las señoras, el movimiento de los dedos alternado con la profundidad de la mirada valían tanto como una declaración de amor o un reto de caballeros.
       Fuera de algún austriaco, un borsalino y un fieltro aventurero, en mi modesta colección de sombreros predominan sin embargo los veraniegos. Tras la copia del “dick tracy” que compré en Orlando, vinieron el de “huaso” chileno, muy parecido al jerezano, pero de paja; el azulón de gaucho de la Pampa; el de recolector de café colombiano; el refrescante de “indiana jones”; el de hoja de palma de Johnny Key; el salacot keniata y sus múltiples versiones: los brasileños imitándolo en paja o los verdosos y achatados vietnamitas, y también  el de cazador sudafricano, ni de paja ni de fieltro, sino de piel. Con ellos se agolpan los modelos españoles, en paja entrelazada, como el “pavero”, de ala ancha y copa en cucurucho, que usaban, dicen, para pastorear los pavos. También el chino, 100 x 100 de papel, con el que estoy esperando un chaparrón para ver en qué queda el sombrerito.

Pero sobre todos ellos destaca los “panamá” que me he ido haciendo llegar sucesivamente de Ecuador, de donde es sabido que proceden estos sombreros flexibles que caben en el bolsillo sin necesidad de buscar un perchero donde colgarlos. Una vez engomados y encintados para recoger el sudor de la frente,  el “panamá” deja de ser flexible y se convierte en una escultura del gran Eduardo Úrculo. Mi afición por este pintor, prematuramente fallecido,  procede de dos de las etapas de su producción, abstracción hecha de sus pinturas negras y su realismo mágico de los setenta, al estilo de Carlos Franco, Alcolea, Alfredo Pardo o Feli Marcos. De la primera etapa me atrajeron sus desnudos de mujer, de volúmenes voraces y fragancias de galán de noche, pese a que en muchas de sus obras el almohadón, el edredón o las sábanas arrugadas solo dejan al aire unas piernas sublimes entre la tensión del deseo y la ingravidez de la consumación, en permanente búsqueda de las misteriosas reglas que llevaron a Velázquez a pintar su “Venus del espejo”, tan definitiva.
    De la segunda etapa admiré sus sombreros, casi siempre “panamás”, sobre cabezas con solo el colodrillo al aire, en maletas, mesas o butacones, en playas --con el inevitable recuerdo del desdichado profesor de “Muerte en Venecia” extasiado ante la belleza del joven Tadzio bajo los toldos--, y cuando entendió llegada la hora de la fusión, los volvió a colocar Úrculo sobre la cabeza de un cincuentón arrobado ante las procaces piernas que había pintado años antes, dispuesto a oler sus humores y besar sus junturas, permanentemente ocultas, ¡ay!, por el “panamá”.    

2 comentarios:

  1. Muy bueno, Manolo. Ah! el sombrero. Quien supiera llevarlo con el gracejo y elegancia de los antiguos!

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  2. No he podido evitar entrar en mi habitación y buscar, en el armario, mi sombrero "panameño". Aquí, entre mis manos, lo tengo enrollado y quito de su cintura la negra cinta que lo envuelve. Me lo he colocado en la cabeza, un poquito ladeado... cosas de mujeres.
    Hacía tiempo que no usaba ese sombrero y hacía tiempo también que no escuchaba a Mahler. Han venido a mi memoria Tadzio y el "hechizado" profesor en la inquietante escena que describes, tal vez de las más inquietantes que he visto en el cine...
    La 5ª de Gustav Mahler, "Muerte en Venecia", un "panamá" y unos fragmentos de un poema de Neruda:
    Qué pensarán de mi sombrero
    En cien años más, los polacos?
    Qué dirán de mi poesía
    Los que no tocaran mi sangre?
    Cómo se mide la espuma
    Que resbala de la cerveza?
    Qué hace una mosca encarcelada
    En un soneto de Petrarca?
    (...)Por qué el sombrero de la noche
    Vuela con tantos agujeros?
    Qué dice la vieja ceniza
    Cuando camina junto al fuego?
    Por qué lloran tanto las nubes
    Y cada vez son más alegres?
    Para quién arden los pistilos
    Del sol en sombra del eclipse?
    Cuántas abejas tiene el día?

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