martes, 13 de mayo de 2014


ASESINATO Y MISERIA EN CAMPAÑA

El asesinato de Isabel Carrasco, presidenta del Partido Popular de León y de su Diputación Provincial, ha cortado de un hachazo la campaña a las elecciones europeas, una de las más anodinas de que se tiene noticias. Está de más buscar motivaciones para un acto tan vil puesto que nada justifica un asesinato aunque se cometa contra un asesino o sobre el más insignificante miembro de la sociedad. Ocurre que las reacciones de condena y dolor se magnifican e incrementan conforme sea la influencia social de la víctima que en este caso se trata de una personalidad políticamente connotada, perteneciente al partido en el Gobierno.

Ya están en marcha las correspondientes manifestaciones de condena con el consiguiente desgaste de los adjetivos calificativos ─vil, miserable, infame, despreciable, canalla, abominable…─ en tanto el dolor se cobija en los adentros de sus deudos. Mientras la policía recompone los motivos habría que subrayar dos aspectos sobre los que reflexionar: la ausencia del terrorismo en el homicidio de un político español y la sorprendente vileza con que determinados usuarios de las redes sociales se despachan al socaire del anonimato.


El fin de la lacra del terrorismo de ETA está tan asumido ya por la sociedad española que a nadie se le ocurrió ni por un instante que pudiera haber sido el terror que ha asolado España durante 50 años el causante del asesinato de un personaje político como Isabel Carrasco. Nadie barajó en los primeros minutos tal hipótesis, tanto es el convencimiento social de su desaparición. Quienes hemos vivido los años de plomo del terrorismo, con la cotidiana masacre de civiles, policías, militares de toda graduación e incluso de un presidente del Gobierno, podemos recordar los boletines informativos de las cadenas de radio dando cuenta casi a diario de una bomba lapa, un tiroteo o un valiente tiro en la nuca. La violencia injustificada y el miedo que protagonizaron y amargaron la vida de tantos objetivos de los terroristas (políticos, militares, policías, periodistas), obligados a contar con una legión de escoltas, se ha ido diluyendo con el paso del tiempo y con la crudeza de una crisis económica que la ha aupado, con el desempleo, a la cúspide de las preocupaciones ciudadanas.

En el otro lado de la moneda, el imparable avance de las tecnologías de la información y el auge magmático de las redes sociales ha facilitado el acceso a los foros de opinión a personajes cuyo anonimato (el valiente tiro en la nuca, para entendernos) les permite perpetrar el insulto, la injuria y la calumnia con sorprendente crueldad y vileza. Si estos terroristas profesionales del insulto supieran que sus IP, sus protocoles de Internet, son fácilmente rastreables por la unidad de ciberdelincuencia de la Policía, puede que sus opiniones, perfectamente prescindibles, quedaran escondidas en su miserable corazón. No es una cuestión de conculcar la libertad de expresión, sino de dejar esta libertad expedita de porquería.

Un asesinato en campaña y una oleada de basura no parecen la mejor forma de afrontar las elecciones al Parlamento europeo menos ilusionantes de las  últimas convocatorias.

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