jueves, 2 de enero de 2014

BORGES Y LA IRRITACIÓN DE LOS ARGENTINOS
    En “El libro de arena” escribió Jorge Luis Borges: “Si el tiempo es infinito, estamos en cualquier punto del tiempo”, o sea   que en lugar de cumplir los años que afortunadamente cumplimos podemos estar cumpliendo, recumpliendo más bien, los 25 o los 10 o los 15. Borges era un genio que se prolongó en su minuciosa escritura y los argentinos son, por lo general, excesivos, ampulosos y gestualmente italianos. Ahora que las temperaturas sobrepasan los 50 grados centígrados (al sol, se supone) y los constantes cortes de luz apagan neveras y artefactos de aire acondicionado, en lugar de traerse hielo del glacial Perito Moreno, encienden hogueras. Estos argentinos… Pero tienen razón con las protestas que sin embargo me dejan algo perplejo por producirse en una ciudad cuyos servicios públicos están en manos de exitosas empresas energéticas.
  


El terrible calor, sofocante por la humedad despiadada del Río de la Plata, y los catastróficos apagones de luz, pude vivirlos en el verano austral de 1988, en los estertores del gobierno de Raúl Alfonsín, con una inflación disparatada y con saqueos en algunas ciudades del Gran Buenos Aires en lo que antes fue considerado el granero del mundo.
Lo viví y lo soñé en acongojantes pesadillas. Porque, a ver: malo es que se te pudra lo que tienes en el frigorífico o que tengas que pasar la noche sumergido en una bañera con peligro de ahogamiento o que los teletipos queden suspendidos en el tiempo (ese tiempo infinito del impar Borges) o que las calles atronaran con los generadores eléctricos de quienes podían pagárselos. SEGBA, algo así con Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires, era la empresa estatal de la que era posible obtener favores si se pedían de una forma adecuada. La manzana Callao─Guido─Rodríguez Peña─Vicente López, una hectárea aproximadamente, debe a la agencia Efe no sufrir apagones a partir del primero de aquel verano de 1988 que dejó las noticias colgadas en el tiempo (Borges, ya se sabe)
    La pesadilla era otra: atravesar las avenidas a pie o en automóvil. Si a pie, se corría el riesgo de caer en una zona caliginosa del pavimento y quedar atrapado en el alquitrán reblandecido. Con el cobre de las llaves que por entonces se usaban en Buenos Aires incrustadas en el asfalto podría uno hacerse una fortunita. Pero en coche, ¡ay en coche! ¿Cómo atravesar sin semáforos los 140 metros de la Avenida 9 de Julio, o cruzar las de Corrientes, Callao, Alvear…? En las pesadillas, apenas se asomaba el morro media docena de autos se empotraban contra ti y te devoraban literalmente.
    En aquella época puede que fuera Argentina el único lugar en el que se seguían fabricando modelos como el Renault 12 o el Peugeot 405 (un autazo, según la definición de entonces) en un parque automovilístico tremendamente obsoleto. Mi Volkswagen Gacel (la versión del Jetta europeo) comprado de octava mano me costó 7.700 dólares y tres años después lo revendí por 10.100 dólares. Pero yo lo tenía a todo riesgo y en Buenos Aires existe una memoria colectiva e incontrolada de Nápoles. Así que tras superar los temores decidí que en aquellos procelosos cruces sin semáforos ganaba el primero que metiera el morro, como en Nápoles, según me acaba de confirmar mi amigo Rino Castelli, un genio de la amistad. No sé en Nápoles, pero los seguros de automóviles argentinos eran inexistentes o a terceros por lo que el miedo a una abolladura era absolutamente comprensible.
    Cuando ya bajo la Presidencia de Carlos Menem se privatizaron las empresas públicas de telefonía, agua y electricidad, con importante presencia de las empresas españolas, parecieron conjurarse los problemas que se presentaban hablando por el tubo (se marcaba un número y aparecía un cruce y se podía hablar entre cuatro), encendiendo el aire acondicionado (como ya está escrito), o abriendo la canilla o grifo y viendo salir de ella el río leonado del que habló Leopoldo Lugones en lugar de la esperada agua cristalina.
   De ahí mi extrañeza actual por los apagones y la consiguiente irritación porteña. Debe ser el tiempo que vuelve. Como colofón de su ensayo “Nueva refutación del tiempo”, escribió el escritor argentino el siguiente poema:
                        El tiempo es la sustancia de que estoy hecho.            
                        El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río;                       
                        es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre;
                        es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.
                        El mundo, desgraciadamente, es real;
                        yo, desgraciada­mente, soy Borges.
    ¿Verdad que son complicados estos argentinos?
 

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