BORGES Y LA
IRRITACIÓN DE LOS ARGENTINOS
El terrible calor, sofocante por la humedad despiadada del Río de la Plata, y los catastróficos apagones de luz, pude vivirlos en el verano austral de 1988, en los estertores del gobierno de Raúl Alfonsín, con una inflación disparatada y con saqueos en algunas ciudades del Gran Buenos Aires en lo que antes fue considerado el granero del mundo.
Lo
viví y lo soñé en acongojantes pesadillas. Porque, a ver: malo es que se te
pudra lo que tienes en el frigorífico o que tengas que pasar la noche sumergido
en una bañera con peligro de ahogamiento o que los teletipos queden suspendidos
en el tiempo (ese tiempo infinito del impar Borges) o que las calles atronaran
con los generadores eléctricos de quienes podían pagárselos. SEGBA, algo así
con Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires, era la empresa estatal de la
que era posible obtener favores si se pedían de una forma adecuada. La manzana
Callao─Guido─Rodríguez Peña─Vicente López, una hectárea aproximadamente, debe a
la agencia Efe no sufrir apagones a partir del primero de aquel verano de 1988
que dejó las noticias colgadas en el tiempo (Borges, ya se sabe)
La
pesadilla era otra: atravesar las avenidas a pie o en automóvil. Si a pie, se
corría el riesgo de caer en una zona caliginosa del pavimento y quedar atrapado
en el alquitrán reblandecido. Con el cobre de las llaves que por entonces se
usaban en Buenos Aires incrustadas en el asfalto podría uno hacerse una
fortunita. Pero en coche, ¡ay en coche! ¿Cómo atravesar sin semáforos los 140
metros de la Avenida 9 de Julio, o cruzar las de Corrientes, Callao, Alvear…?
En las pesadillas, apenas se asomaba el morro media docena de autos se
empotraban contra ti y te devoraban literalmente.
En
aquella época puede que fuera Argentina el único lugar en el que se seguían
fabricando modelos como el Renault 12 o el Peugeot 405 (un autazo, según la
definición de entonces) en un parque automovilístico tremendamente
obsoleto. Mi Volkswagen Gacel (la versión del Jetta europeo) comprado de octava
mano me costó 7.700 dólares y tres años después lo revendí por 10.100 dólares.
Pero yo lo tenía a todo riesgo y en Buenos Aires existe una memoria colectiva e
incontrolada de Nápoles. Así que tras superar los temores decidí que en
aquellos procelosos cruces sin semáforos ganaba el primero que metiera el
morro, como en Nápoles, según me acaba de confirmar mi amigo Rino Castelli, un genio de la amistad. No
sé en Nápoles, pero los seguros de automóviles argentinos eran inexistentes o a
terceros por lo que el miedo a una abolladura era absolutamente comprensible.
Cuando
ya bajo la Presidencia de Carlos Menem se privatizaron las empresas públicas de
telefonía, agua y electricidad, con importante presencia de las empresas
españolas, parecieron conjurarse los problemas que se presentaban hablando por
el tubo (se marcaba un número y aparecía un cruce y se podía hablar entre
cuatro), encendiendo el aire acondicionado (como ya está escrito), o abriendo la
canilla o grifo y viendo salir de ella el río leonado del que habló Leopoldo
Lugones en lugar de la esperada agua cristalina.
De
ahí mi extrañeza actual por los apagones y la consiguiente irritación porteña.
Debe ser el tiempo que vuelve. Como colofón de su ensayo “Nueva refutación del tiempo”, escribió el escritor argentino el
siguiente poema:
El
tiempo es la sustancia de que estoy hecho.
El
tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río;
es
un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre;
es un fuego que me consume, pero yo
soy el fuego.
El mundo, desgraciadamente, es real;
yo, desgraciadamente, soy Borges.
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