lunes, 19 de enero de 2015


EL SEGUNDO MANDAMIENTO



Un amigo musulmán que miró con disgusto mi post sobre la revolución de los lápices me advirtió de que el sólo hecho de haberlo ilustrado con la portada de Charlie Hebdo ya era en sí una blasfemia para una religión que prohíbe cualquier representación de Alá y su profeta. Tampoco el judaísmo permite la imaginería divina, ni el protestantismo cristiano. De las grandes iglesias, sólo la católica romana y la ortodoxa mantienen el culto y la veneración a imágenes divinas y del santoral.

Lo que tienen en común todas ellas es la prohibición de tomar el nombre de  Dios en vano, el segundo mandamiento de las Tablas de la Ley. No blasfemar, en suma, bajo pena de infierno o sencillamente por respeto a las creencias del interlocutor, aunque haya legislaciones presuntamente laicas o aconfesionales, como la española, que deciden meterse en camisa de once varas en la represión civil de insultos religiosos y redactan un artículo 525 del Código Penal tan riguroso que con buen criterio no aplican ni jueces ni fiscales en esta España presuntamente aconfesional.
Me apresuro a distinguir la sátira literaria, abrazada por grandes escritores desde Petronio, Marcial y Juvenal a nuestros Arcipreste de Hita, Quevedo, Larra o Valle Inclán, de la blasfemia, sobre todo la intemperante, soez e invasiva. Pero la sátira bien utilizada puede herir de muerte a quien la padece. El padre de mi amiga Loreto de Buenos Aires, ante expresiones de befa y escarnio, le solía decir: "La burla es la peor de las injurias y la que menos se perdona"



En los años 60, en una España en la que el nacionalcatolicismo campaba a sus anchas y se empezaba a atisbar una cierta salida a la hambruna de la posguerra, me tocó trabajar un tiempo en las oficinas de una cerámica de ladrillo, autentica antesala del infierno por sus terribles condiciones laborales. Cubiertos apenas con camisetas de tirantes que algún día fueron blancas, los trabajadores empujaban vagonetas de ladrillo desde los sesenta o cien grados centígrados de los hornos hasta la temperatura ambiente del exterior que en invierno apenas superaba los cinco grados. Eran hombres nervudos, flacos y broncos, silicóticos en su mayoría, con pulmones tapizados como geodas por la carbonilla, la nicotina y la arcilla en suspensión.
Bajo techado, unos carteles avisaban en letras mayúsculas “Prohibido blasfemar bajo multa de cinco pesetas”, una cantidad respetable en aquel entonces. Días hubo especialmente rigurosos que las blasfemias revoloteaban sobre las hornillas de los fogones y solía haber algún hornero (casi siempre el mismo) que entraba en la oficina, depositaba un duro en la mesa y soltaba una sonora blasfemia con la que nos quería espantar a los escribanos. Terminado el rito, se le retenía la moneda durante la jornada y se le devolvía a su término hasta nuevo hartazgo del personal. Aquel hombre blasfemaba para no tener que matar al dueño de la fábrica o ciscarse en el glorioso movimiento nacional.
Fuera de casos tan comprensibles por la hartura que representan, tengo para mí que gran parte de las palabras blasfemas que surgen en un tajo, en el juego del julepe o en el chamelo, son como comas de una frase, sin la mala intención que podría suponérseles. Los españoles solemos adobar con tacos (garabatos en Chile o malas palabras en Argentina) las conversaciones entre los que se incluye alguna referencia al dios de los cielos o al pan de los cristianos. Pero suelen ser, por lo común, una coma, un respiro, un simple enlace entre palabras, sin la expresa intención de insultar.
En las redes sociales se ha impuesto por ejemplo escribir ostia sin hache, y no por falta de ortografía sino para descargar la palabra de su connotación religiosa. Podría afirmarse que existe en determinados casos un curioso cuidado en la utilización de la blasfemia para que no resulte estridente ni siquiera a quien la profiere.
Es lógico que el papa Francisco exija contención en los insultos a las divinidades puesto que él es su presunto representante en la Tierra, pero más que una limitación a la libertad de expresión, viene a ser un problema de educación y respeto, lo que en tiempos lejanos se llamaba urbanidad. Un ámbito religioso y de convivencia en el que no tienen cabida las amenazas, los castigos o los anatemas emanados de la legislación civil contra una irrenunciable libertad de expresión.  
Por si acaso, le dedico a mi amigo marroquí la ilustración de este post, espero que aséptica, aunque ese tirabuzón cayendo sobre los tejados de Madrid pueda interpretarse torcidamente en plan de ver en él, no sé, el dedo de Dios, de Yahvé o de Alá. O la escala divina para escapar cualquiera de los tres del cielo. Pero nada que ver: es una nube, una simple y hermosa nube fotografiada en la amanecida del 23 de octubre del año pasado desde la habitación de una clínica madrileña. Sin más “Je suis…” que valga.
 
       
 



       

 

 

3 comentarios:

  1. Lo importante, Je suis, y Je suis bajo los cielos de Madrid, herederos de las camisetas blanco raído de tirantes, donde tu fe en lo colectivo quiere creer que a hostias se le ha caído intencionadamente la hache en las redes sociales.
    Nos da igual el garabato.
    Madrid, hoy y aquí

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  2. ¿Podría indicarnos tu amable amigo musulmán en qué apartado del Corán dice que la ilustración o imagen del profeta es una blasfemia?

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  3. No sé, pero parece que ultimamente están cabreados por todo.

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