LA ETERNIDAD O LA GOTA MALAYA
Desde los ejercicios espirituales
de san Ignacio que anualmente nos propinaban los jesuitas en el internado, el
concepto de eternidad se me había cobijado en algún rincón de la memoria, a la
espera, como tantas vivencias, de un catalizador que lo volviera a sacar a la
luz.
En aquellas terribles jornadas en
las que la Muerte, así, con mayúsculas, se enseñoreaba de nuestra adolescencia,
paralizaba las manos tan pronto pretendían bajar del ombligo y protagonizaba
nuestras peores pesadillas, los curas se escondían tras los flexos de modo que
sólo los labios y la barbilla aparecieran iluminados en la oscuridad de la
sala. Y hablaban. Más que hablar, amenazaban con todos los fuegos del infierno
a los onanistas, a los elucubradores de torpes pensamientos, a los perezosos, a
los onanistas de nuevo, y así sucesivamente. En aquellos ejercicios que Dios
confunda uno entraba confuso, pero ligero, y salía aterrorizado y más
confundido todavía. Pareciera que los acólitos de san Ignacio disfrutaran
aterrorizando al joven personal con terribles ejemplos que dejaban las sábanas
mojadas de pesadillas y sudoración.
Eran muchos los ejemplos escalofriantes, pero había dos, referidos a la eternidad, que me abatían de terror. Uno, la famosa inmensa playa arenosa. Si se iba llenando un recipiente con la arena de la inmensa playa tomada grano a grano, cuando se hubiera conseguido trasvasar los millones de millones de millones de granos solamente sería un milisegundo de la Eternidad, también con mayúsculas, porque de lo que se trataba era de saber cuánto tiempo tendría que transcurrir en el Infierno para dejar de soportar el castigo eterno.
El segundo ejemplo era el de la
gota. Cuando una gota de agua cayendo insistentemente sobre el cráneo llegara a
acceder al cerebro tras horadar los huesos, sólo habría transcurrido un
microsegundo de la Eternidad. No sé si fue entonces o después cuando a tamaña
tortura supe que se le llamaba la gota malaya (posteriormente se le ha llamado
la bota malaya, tortura consistente en una bota de madera que se va apretando
hasta dejar el pie convertido en un muñón) acepción que sigo prefiriendo.
Pues bien, el Preuniversitario y
la universidad me alejaron de eternidades terroríficas hasta que avatares
laborales me permitieron enfrentarme a dos expresiones de la eternidad tan
grandiosas como carentes de terror. Una, violenta, hermosa en su fragor de
siglos; otra, serena, inmóvil, bellísima en su inmutabilidad. Y ambas en
Argentina, país generador de dioses, psicoanalistas y papas: las cataratas de
Iguazú y el glaciar Perito Moreno. De una punta a otra, mirá vos.
La primera vez que me sobrecogió
el espectáculo de las cataratas volcando sus millones de litros por segundo
incesantemente, insistentemente, sin aflojar un instante, hube de pasar del
lado argentino al brasileño para imbuirme de todo su esplendor. Miles, millones
de años quizás vomitando ingentes cantidades de agua dulce, salida del fondo de
la Tierra para ir a volcarse en el mar. Aconsejaría al viajero pararse un rato
largo en una de las pasarelas, inhibirse del aleteo de las mariposas, los
gritos de las cotorras o la imposible suspensión de los colibríes y escuchar el
eterno fragor de las profundidades convertido en agua. Una eternidad
comprendida. Lo juro.
Miles de kilómetros más abajo, en
la linde con Chile, con las Torres del Paine en lontananza, habita la eternidad
en su más inmutable quietud. Son los cinco kilómetros de frente del glaciar
Perito Moreno, con sus hielos eternos, ruidosos tan solo al resquebrajarse,
avanzando milímetros por día, en una estampa que al mirar las fotografías o el
vídeo, en lugar del blanco impoluto que lastima la retina del espectador
aparecen los rosas y los azules que acompañarán de por vida el recuerdo.
También aquí aconsejaría al
viajero que había aterrizado en Río Gallegos, atravesado en autobús la
Patagonia azotada por los vientos cimarrones hasta Calafate e instalado ante el
espectáculo cinematográfico en Panavisión de los hielos, aconsejaría, digo, separarse
del grupo, descender hasta el lago y sentirse herido ante tan inmenso silencio.
La eternidad en cueros vivos sin necesidad de terrores ni amenazas.
Si además el viajero tiene la
suerte de que un soberbio cóndor se abata desde las cumbres y planee ante él,
galleando entre las paredes eternas y el testigo, puede que tenga urgencia de
morir ante tanta hermosura y llegarse a una eternidad de aguas turbulentas y de
aguas heladas azulrosáceas alternativamente, ininterrumpidamente, sin solución
de continuidad. Un rediós.
Te cuento. Te comento, nostálgico de patagonias andinas y cataratas ya asumidas por la retina, bautizada la piel entonces joven en su inmersión de micropartículas, ésas que a estas horas de la noche madrileña y fresca siguen su rumbo y se precipitan, olvidadas de ti y de mí, ajenas a la impresión de eternidad que pudieron entonces causarnos.
ResponderEliminarLa eternidad quiere ahora embestirnos con la vehemencia de aquella cascada de vida, y no nos va a dar tregua hasta lograrlo.
Seremos gota tropical pulverizada, antes que arista de hielo inerte y azulado.
Volvamos a Iguazú, al año 76 del anterior siglo, a aquellos rizos oscuros al viento del agua; a la expresión de unción distinta a la jesuítica, a la falda roja plisada de cintura de avispa.
El acompañante ya entró en la eternidad, y sé con total seguridad que ni está ni se le espera.
Tú y yo siempre homenajeando al pasado, que en este filo incómodo se ha tornado tan grato.