sábado, 26 de marzo de 2016

SEMANA SANTA EN EL SEGUNDO VATICANO

Como es fácil colegir, eran otros tiempos y no por lejanos, mejores. En aquella pedanía murciana, motejada por su entorno Segundo Vaticano por la habitual  mojigatería de sus habitantes, los largos y grises años de la posguerra se medían más por el tañido de las campanas de la iglesia que por las estaciones. La Cuaresma y la Semana Santa constituían la médula de la religiosidad: apenas cruzadas las frentes el Miércoles de Ceniza entraba el pueblo en una especie de letargo, sólo alertado por las admoniciones
del cura párroco –don Juan, don Cayetano, don Enrique- que asistidos por misioneros flamígeros sacaban lo más tenebroso del Nuevo Testamento para mover a los pocos jornaleros tibios a que en el todavía lejano Viernes Santo, sin falta, acudieran a la confesión general para la que el párroco necesitaba la ayuda de otros cuatro colegas –franciscanos, generalmente, todavía tonsurados de aquel modo- que tras amenazar con las llamas del averno se aplicaban a preguntar a los rudos trabajadores de hoz y azada, “cuántas veces, hijo mío”, para a continuación poner a aquellos hombretones penitencias humillantes, de rodillas ante el altar, los brazos en cruz y los labios musitando dios sabe cuántas avemarías. La Pascual florida, decían, con la que había que cumplir una vez al año.
Pero eso ya era al final. Por en medio, días de ayuno y abstinencia de comer carne -¿quién no ayunaba ni se abstenía en las décadas de los 50 o los 60?- a no ser que se hubiera pagado alguna bula que permitiera el pichón o el cordero en la mesa de los más adinerados. Los viernes, patatas con bacalao o con acelgas, si el bacalao se mostraba esquivo. Hasta que llegaba el Viernes de Dolores (todas las fiestas cuaresmales se escribían en mayúscula) y aquello demandaba una cierta severidad en el Segundo Vaticano, interrumpida brevemente por el Domingo de Ramos, en el que las palmas blancas, inmaculadas, de las palmeras desmochadas procesionaban a ambos lados del cura para después quedar colgadas horizontalmente en balcones y ventanas hasta que se caían de secas.
Unción y austeridad el Lunes Santo, el Martes y el Miércoles. Las estaciones del Vía Crucis subrayaban las tres caídas de Jesús. La cera de las velas y el incensario esparcían sus fragancias, y el escenario se iba tornando sombrío conforme se acercaba la hora de la muerte del Señor, que entonces ocurría el Jueves Santo.
Las emisoras de radio se abstenían de discos dedicados, las campanas enmudecían, cantar era pecado en aquella pedanía llamada Segundo Vaticano, las imágenes de la iglesia se cubrían con lienzos morados y solamente un “monumento” permanecía abierto al culto, con su custodia sagrada  y los “mayos”, platos repletos de germen de trigo cultivados en la oscuridad para lograr un blanco también inmaculado.
En la iglesia, las largas colas de hombres con los cuellos de sus camisas blancas abotonados y las gorras y las boinas girando con nerviosismo en sus manos contrastaban con el aparente recogimiento de las mujeres tocadas con velos y arrodilladas ante el altar. En la procesión del Silencio y pese a la menguada población se sacaban tres pasos: del Nazareno, la Dolorosa y el Sepulcro.
En fin que en aquella pedanía murciana, Jesús resucitaba el Sábado de Gloria, momento en que se rompían con estruendo en las calles las vasijas y los botijos ya deteriorados y guardados para la ocasión.
Eran días intensos y venturosos, como reflejaba la complacencia del cura párroco, el alegre doblar de las tres campanas y la sospecha de que la vida, con la primavera y el abandono de la lóbrega cuarentena, sorprendería al doblar la esquina en aquel santo y encadenado Segundo Vaticano.

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