martes, 23 de febrero de 2016

¿DÓNDE ESTABAS…?

La manida pregunta mil veces repetida: ¿dónde estabas cuando los misiles cubanos?, ¿dónde cuando el asesinato de Kennedy?,¿dónde cuando las Torres Gemelas o cuando el 23 de febrero de 1981? ¿Dónde ha estado uno en momentos estelares de la Humanidad?
Podría responder a cada una de las preguntas sin equivocarme, y también el lugar donde me encontraba, con sólo 8 años, cuando la muerte de mi abuelo José; o tecleando en la Olivetti Pluma 22 una entrevista con Rocío Dúrcal para el dominical de ABC mientras me anunciaban, 400 kilómetros más abajo, la muerte de mi padre. Lo recuerdo todo, incluso el miedo, el estupor, el encogimiento por cada uno de los acontecimientos, como ocurrió aquel 23 de febrero de 1981, hace ya 35 años, en que me encontraba yo en mi despachito de redactor jefe de la Delegación de La Vanguardia en Madrid, en el séptimo piso del número 49 del bulevar de Juan Bravo.
La sintonía de radio Madrid se cubrió de estupor, de estruendo y silencio aquella tarde del 23 de febrero de 1981. En el Congreso recién asaltado se encontraban el redactor de La Vanguardia José Luis Martínez, Flavio para muchos de sus numerosos amigos, y Ramón Pi, que se ocupaba de la columna de opinión desde Madrid.
Desde el canal telefónico abierto entre la calle Pelayo de Barcelona, sede de La Vanguardia, y Juan Bravo, el director, Horacio Sáenz Guerrero, solicitaba apremiantemente noticias, situación de los acontecimientos y posibilidades de éxito del Golpe que no estábamos en disposición de aclarar. Más abajo, en la segunda planta de Juan Bravo 49 se encontraban los estudios de Radio Popular de Madrid, que estuvo recibiendo información hasta que una orden del capitán Juan Batista, posteriormente absuelto en el juicio, le bloqueó a la radio la recepción de las noticias de agencias. En La Vanguardia recibíamos EFE, Europa Press y Logos y procedimos a proporcionarles los despachos de noticias, ascensor arriba y abajo.
Nunca supimos la razón de que no nos cerraran nuestra oficina, aunque sí lo intuí. El capitán Batista, a cargo de la operación Silencio en la zona, solía departir, whisky mediante, en La Vanguardia, cada vez que entregaban en La Gaceta Ilustrada un artículo mensual a favor de las reformas que estaba acometiendo el teniente general Gutiérrez Mellado en pro de la modernización de las Fuerzas Armadas. El caso es que nadie nos conminó al cierre.
Horas después, Horacio Sáenz Guerrero me anunció que habían liberado a la diputada socialista catalana Ana Balletbó, embarazada de gemelos. No recuerdo cómo llegó hasta la oficina, pero sí que la acogimos con veneración. Por lo que supusimos después, ya había hablado con Jordi Pujol y con el Rey. En la Delegación de La Vanguardia habló con el director del periódico y de nuevo largamente con Pujol. Finalmente la conduje en mi Seat 1600 Supermiraflori  a los apartamentos Goya donde se hospedaba.
Horas después, todavía con Madrid infestado de policías y militares, viví una experiencia que reviví en 1998, con motivo de la lectura de la esquela y la reseña fúnebre del banquero Alfonso Fierro al que sólo vi una vez en mi vida, si bien en circunstancias peculiares.
Como los Coca, los Aguirre Gonzalo, los March o los Botín, Fierro era un banquero que se distinguió más que otros o con menos tino que otros en el apoyo al dictador Francisco Franco. De él sólo tenía vagas referencias, de ahí que cuando en la madrugada del 23 al 24 de febrero de 1981, me lo encontré sentado en el mismo despacho al que yo había sido convocado en el Cuartel General del Ejército, en la Plaza de Cibeles y a escasos trescientos metros de las Cortes tomadas por el iluminado teniente coronel Tejero, mis cansados sentidos dieron paso a que sólo el sexto se alertara. Nuestro anfitrión, Manuel Fernández Monzón, entonces teniente coronel jefe de la Dirección de Relaciones Informativas y Sociales de la Defensa (DRISDE) y ahora general retirado y polemista, realizó las presentaciones, nos sirvió whisky en vaso alto y nos acercó una tortilla de patatas algo apelmazada y cortada en cuadraditos. Les conté las largas horas vividas en la Delegación de La Vanguardia, la visita de los militares a Radio Popular, la presencia de Ana Balletbó.
   Les relataba mi historia entre llamadas telefónicas del piso de arriba, del general Alfonso Armada en persona, y de un nervioso Luis María Anson, presidente de EFE a la sazón, que inquiría detalles de la situación. Sólo ellos  llamaron varias veces en las dos horas que estuvimos allí. En esos momentos, Fierro y yo nos medíamos de reojo y, por lo que supe después, con las mismas preguntas en nuestros caletres: “¿qué hará aquí este banquero?”, era la mía; “qué pintará aquí este periodista?”, la suya.
   Yo estaba allí tras una llamada a Monzón preguntándole por la marcha del golpe de Tejero. Mi relación con él venía de lejos, de mis tiempos de redactor de ABC. “No hay nada –me dijo--, pero si quieres un whisky, vente por aquí”.
   La relación de Alfonso Fierro y Monzón era más fuerte y lejana. El primero era el mentor de uno de esos boletines confidenciales que los empresarios y los políticos solían pagar a precio de oro la línea para conocer el trasfondo de las noticias económicas y políticas que la prensa daba con ligereza. Monzón dirigía la aventura. Así que aquella reunión aparentemente conspirativa sólo estaba ligada por los invisibles lazos de la amistad. En un momento dado, Manuel Monzón me llevó a una biblioteca de maderas nobles en las que se apilaban multitud de libros. Alcanzó uno de formato grande titulado “Mensajes de S.M. el Rey don Juan Carlos I a las Fuerzas Armadas” y numerado con el 561 de una edición de mil ejemplares.  En la primera página libre escribió: “Como recuerdo de una noche muy, muy especial. ¿Histórica? Pues “chi lo sa” M. Monzón, 24-II-81”.
   Aproveché para preguntarle por la presencia del banquero y ante una nueva llamada telefónica –”se están escapando algunos”, nos dijo-- fui al Hotel Palace, enfrente de las Cortes para asistir al final de la patochada.
   Dos días después recibí una llamada telefónica. La secretaria me dijo que don Alfonso (sin apellido) quería hablar conmigo. “¿Quién?”, pregunté, extrañado. “Don Alfonso me ha dicho que es su compañero de golpe”, me aclaró. Conversamos pues un rato, y más por las circunstancias de la vida que por un deseo deliberado, nunca más volvimos a hablar.       


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