¿DÓNDE ESTABAS…?
La manida
pregunta mil veces repetida: ¿dónde estabas cuando los misiles cubanos?, ¿dónde
cuando el asesinato de Kennedy?,¿dónde cuando las Torres Gemelas o cuando el 23
de febrero de 1981? ¿Dónde ha estado uno en momentos estelares de la Humanidad?
Podría
responder a cada una de las preguntas sin equivocarme, y también el lugar donde
me encontraba, con sólo 8 años, cuando la muerte de mi abuelo José; o tecleando
en la Olivetti Pluma 22 una entrevista con Rocío Dúrcal para el dominical de ABC
mientras me anunciaban, 400 kilómetros más abajo, la muerte de mi padre. Lo
recuerdo todo, incluso el miedo, el estupor, el encogimiento por cada uno de
los acontecimientos, como ocurrió aquel 23 de febrero de 1981, hace ya 35 años,
en que me encontraba yo en mi despachito de redactor jefe de la Delegación de La Vanguardia en
Madrid, en el séptimo piso del número 49 del bulevar de Juan Bravo.
La sintonía de
radio Madrid se cubrió de estupor, de estruendo y silencio aquella tarde del 23
de febrero de 1981. En el Congreso recién asaltado se encontraban el redactor
de La Vanguardia José Luis Martínez, Flavio
para muchos de sus numerosos amigos, y Ramón Pi, que se ocupaba de la columna
de opinión desde Madrid.
Desde el canal
telefónico abierto entre la calle Pelayo de Barcelona, sede de La Vanguardia, y
Juan Bravo, el director, Horacio Sáenz Guerrero, solicitaba apremiantemente noticias,
situación de los acontecimientos y posibilidades de éxito del Golpe que no
estábamos en disposición de aclarar. Más abajo, en la segunda planta de Juan
Bravo 49 se encontraban los estudios de Radio Popular de Madrid, que estuvo
recibiendo información hasta que una orden del capitán Juan Batista,
posteriormente absuelto en el juicio, le bloqueó a la radio la recepción de las
noticias de agencias. En La Vanguardia recibíamos EFE, Europa Press y Logos y procedimos
a proporcionarles los despachos de noticias, ascensor arriba y abajo.
Nunca supimos
la razón de que no nos cerraran nuestra oficina, aunque sí lo intuí. El capitán
Batista, a cargo de la operación Silencio en la zona, solía departir, whisky
mediante, en La Vanguardia, cada vez que entregaban en La Gaceta Ilustrada un
artículo mensual a favor de las reformas que estaba acometiendo el teniente
general Gutiérrez Mellado en pro de la modernización de las Fuerzas Armadas. El
caso es que nadie nos conminó al cierre.
Horas después,
Horacio Sáenz Guerrero me anunció que habían liberado a la diputada socialista
catalana Ana Balletbó, embarazada de gemelos. No recuerdo cómo llegó hasta la
oficina, pero sí que la acogimos con veneración. Por lo que supusimos después,
ya había hablado con Jordi Pujol y con el Rey. En la Delegación de La
Vanguardia habló con el director del periódico y de nuevo largamente con Pujol.
Finalmente la conduje en mi Seat 1600 Supermiraflori a los apartamentos Goya donde se hospedaba.
Horas después,
todavía con Madrid infestado de policías y militares, viví una experiencia que
reviví en 1998, con motivo de la lectura de la esquela y la reseña fúnebre del
banquero Alfonso Fierro al que sólo vi una vez en mi vida, si bien en
circunstancias peculiares.
Como los Coca,
los Aguirre Gonzalo, los March o los Botín, Fierro era un banquero que se
distinguió más que otros o con menos tino que otros en el apoyo al dictador
Francisco Franco. De él sólo tenía vagas referencias, de ahí que cuando en la
madrugada del 23 al 24 de febrero de 1981, me lo encontré sentado en el mismo
despacho al que yo había sido convocado en el Cuartel General del Ejército, en
la Plaza de Cibeles y a escasos trescientos metros de las Cortes tomadas por el
iluminado teniente coronel Tejero, mis cansados sentidos dieron paso a que sólo
el sexto se alertara. Nuestro anfitrión, Manuel Fernández Monzón, entonces
teniente coronel jefe de la Dirección de Relaciones Informativas y Sociales de
la Defensa (DRISDE) y ahora general retirado y polemista, realizó las
presentaciones, nos sirvió whisky en vaso alto y nos acercó una tortilla de
patatas algo apelmazada y cortada en cuadraditos. Les conté las largas horas
vividas en la Delegación de La Vanguardia, la visita de los militares a Radio
Popular, la presencia de Ana Balletbó.
Les relataba mi historia entre llamadas
telefónicas del piso de arriba, del general Alfonso Armada en persona, y de un
nervioso Luis María Anson, presidente de EFE a la sazón, que inquiría detalles
de la situación. Sólo ellos llamaron
varias veces en las dos horas que estuvimos allí. En esos momentos, Fierro y yo
nos medíamos de reojo y, por lo que supe después, con las mismas preguntas en
nuestros caletres: “¿qué hará aquí este banquero?”, era la mía; “qué pintará
aquí este periodista?”, la suya.
Yo estaba allí tras una llamada a Monzón
preguntándole por la marcha del golpe de Tejero. Mi relación con él venía de
lejos, de mis tiempos de redactor de ABC. “No hay nada –me dijo--, pero si
quieres un whisky, vente por aquí”.
La relación de Alfonso Fierro y Monzón era
más fuerte y lejana. El primero era el mentor de uno de esos boletines
confidenciales que los empresarios y los políticos solían pagar a precio de oro
la línea para conocer el trasfondo de las noticias económicas y políticas que
la prensa daba con ligereza. Monzón dirigía la aventura. Así que aquella
reunión aparentemente conspirativa sólo estaba ligada por los invisibles lazos
de la amistad. En un momento dado, Manuel Monzón me llevó a una biblioteca de
maderas nobles en las que se apilaban multitud de libros. Alcanzó uno de
formato grande titulado “Mensajes de S.M. el Rey don Juan Carlos I a las
Fuerzas Armadas” y numerado con el 561 de una edición de mil ejemplares. En la primera página libre escribió: “Como
recuerdo de una noche muy, muy especial. ¿Histórica? Pues “chi lo sa” M.
Monzón, 24-II-81”.
Aproveché para preguntarle por la presencia
del banquero y ante una nueva llamada telefónica –”se están escapando algunos”,
nos dijo-- fui al Hotel Palace, enfrente de las Cortes para asistir al final de
la patochada.
Dos días después recibí una llamada
telefónica. La secretaria me dijo que don Alfonso (sin apellido) quería hablar
conmigo. “¿Quién?”, pregunté, extrañado. “Don Alfonso me ha dicho que es su
compañero de golpe”, me aclaró. Conversamos pues un rato, y más por las
circunstancias de la vida que por un deseo deliberado, nunca más volvimos a
hablar.
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