domingo, 27 de octubre de 2013


El currículum vitae


(A comienzos de nuestra joven democracia la redacción de un currículum vitae se diferenciaba de los actuales en varios aspectos: las empresas los leían, se confeccionaban sin la precisión con que ahora se escriben y era imprescindible adjuntar ¡pretensiones! A la obsesión de un viejo amigo por un currículum de los de entonces se refiere este relato)

Seguramente pensarías cuando terminó todo que se precisaba la voz del director diciendo Corten Hemos terminado por hoy. Y el revuelo se habría deshecho y desperdigado la gente por calles y bares. Yo creo que pensarían eso porque lo pensamos muchos, y sí no lo hiciste así fue porque quizá no estabas o porque tu labor de protagonista te impedía construir cualquier pensamiento ‑pues era de suponer que estabas muerto. Pero de hecho te preocupó advertir que no existía director ni focos ni nada; sólo gente mirando a un muerto, a un atropellado,  a ti, o vete a saber a quién. Cogiste el papel que aferraba el cadáver y te arrastraste bajo aquella gente. ¿Verdad que por un momento te sentiste muerto cuando, agachado, miraste a los ojos que curioseaban y resulta que se clavaban en los tuyos? Qué mal rato, ¿verdad?
    
Te escabulliste como un conejo; sí, como un conejo. No te avergüence, solamente logré verte yo. Me hiciste gracia. El caso es que te metiste en una cafetería, pediste cualquier cosa -coñac con hielo, para ser más  exactos‑ y te entregaste a la lectura del folio blanco todo escrito por una sola cara. Lo bueno fue cuando leíste la primera línea y te identificaste tanto, tanto con el muerto que si no lo llegas a advertir habrías regresado a la calzada aquella como protagonista de la película en que morías atropellado.
     (Esto es un lío, de acuerdo: no sabes sí le hablo al muerto ‑¡qué tontería, verdad!‑, a ti o a quien me esté oyendo ‑en cuyo caso, el muerto sería yo y no podría hablar. Pero sígueme y no le des vueltas)
     La primera línea del folio ostentaba en mayúsculas un nombre: JAIME V., y dos apellidos, bastante vulgares por cierto: PÉREZ GÓMEZ. Seguía luego la filiación:
     "Treinta y dos años. Estudié Bachillerato en el Colegio Inmaculada de los Padres Jesuitas, cursando la Carrera de Derecho en mi ciudad natal."
     ¿Recuerdas lo difícil que te resultó tu primer currículum vitae ─remarcando el ae por esnobismo? La primera vez que te tropezaste, en situación de urgencia, con las hornacinas mortuorias de los anuncios hallaste aquello de Adjuntar currículum vitae, y te preguntabas cómo se hacía eso; incluso estuviste tentado de recurrir a una entidad que se anunciaba ofreciendo modelos de instancias, currículum y test de la más diversa procedencia.
     “Mientras cursaba Derecho me dediqué a actividades culturales. Fui nombrado Jefe del Gabinete de la Facultad y colaboré en diversos diarios.”
     En dos, aunque, ciertamente, el dos constituye diversidad. En uno publicaste un artículo y en el otro una mala poesía. De todas formas, para ser tu primer currículum, no estaba nada mal. Presuponías que los magnates receptores de vidas condensadas creerían sólo la tercera parte de lo expuesto, así que embellecías tus actividades obteniendo de paso una nota que en su día podrías esgrimir: decisión.
     “Licenciado a los veintitrés años, durante los dos siguientes trabajé en un bufete de abogados y continué mía actividades literarias"
     No decías, naturalmente, que el bufete era de tu padre, ni que éste te llamaba inepto veinte veces al día, porque eso no debe escribirse. ¿Te acuerdas que rehuías los anuncios donde se pedía el currículum escrito a mano? Aunque no fueras un devoto, creías en la Grafología y pensabas que descubrirían tus lagunas, tu bluff, tu máscara en cuanto le echaran la vista a tu letra de trazos irregulares y “ges” con grandes rabos descendentes.
     Pero esto vino después. En el primer repaso de vida te sobraba con tu licenciatura en Derecho y dos años de holgazanería en el bufete de papá.
     “Domino el inglés y el francés y tengo nociones de italiano debido a mis viajes por el extranjero.”
     Claro que dominabas, pero el diccionario. En París estuviste tres días con los compañeros de curso; a Inglaterra no fuisteis, pero anteriormente os habíais dado una vuelta por Gibraltar; sin embargo vuestra estancia en Roma duró cuatro días, tiempo respetable para aprender un idioma. Tú mismo te reías y, ¡parece mentira!, también te avergonzabas en ocasiones al leer aquellas pocas líneas en las que mostrabas ser un hombre de mundo.
     "Deseo un trabajo adecuado a mis aptitudes."
     Así terminaste e invadiste las empresas con el cuarto de folio mecanografiado a dos espacios. Comenzaste a recibir citaciones que te llenaron de orgullo y te desinflaban al poco, pues en todas partes te decían lo mismo. Ya le avisaremos, y después no había aviso. Por ello quizá llegaste a la conclusión de que era precisa la ampliación del currículum. Un currículum que no ocupe un folio no es serio". Y comenzaste a vivir para ese folio maldito al que no había forma de verle el final.
     Existía un fallo, sin embargo, que la Administración se encargó de subsanar. Tanta prórroga por estudios retrasó tu incorporación a filas a los veinticinco años, y ¡mira por dónde ─suerte que tienes, sin duda─ te correspondió África. En el fondo gozaste de la idea. El año y medio entre moros estuvo a punto de matarte pero en los últimos meses produjo un efecto contrario: te revitalizó, quizá porque ya había algo más que poner en el folio. De regreso, borraste la última línea de petición de trabajo con arreglo a tus aptitudes y te ufanaste:
     "He recorrido parte del Continente Africano y, naturalmente, cuento con el servicio militar cumplido.”
     Y de paso adquirías experiencia en la mecanografía del currículum. ¿Recuerdas? A veces te llegaba algún amigo deseoso de dinero rápido, capaz de vender ropa interior de señora o señorita, de aprenderse la numeración correlativa de los sujetadores, de aconsejar a la cliente una talla determinada con sólo una mirada general y escrutadora, y te preguntaba la fórmula para confeccionar un currículum vitae, adjuntando pretensiones. Tú, entonces, ahuecabas la voz y decías que era muy sencillo; se lo explicabas concienzudamente y si advertías una ligera admiración te dabas por satisfecho. ¡Benditos años, verdad!
     (No te pongas nervioso. En cierto modo molesta recordar paso a paso lo que uno ha sido, pero eso es cuanto has hecho todos estos años: exámenes de conciencia al por mayor. Por otra parte siempre hay facetas por descubrir que desde un ángulo distinto son aptas para un currículum. Lo sabes bien.)
     Doblegaste tu orgullo ─“No necesito nada de nadie, padre"─ y recurriste a amistades influyentes. Te prostituiste, en una palabra. Tu mayor ganancia consistió en la serie de consejos que se albergaron en tus oídos aún cuando consiguieras también algún que otro trabajillo: Administrativo ─un mes─, pasante de Abogado ─dos meses─­, Organizador Cultural de una Sociedad Desconocidísima ─¡tres meses!
     “Conozco los diversos aspectos de una empresa. Mi curiosidad me ha llevado a ocupar los distintos puestos de que se compone: Administrativo, Consejero, etc. Además, he ocupado durante mucho tiempo el puesto de Organizador General en una conocida Entidad Comercial de nuestra Ciudad.”
     No volviste a nombrar tus poesías. Llegaste a la conclusión de que las actividades culturales no eran lo más idóneo para llamar la atención de los empresarios.
     “Deseo un trabajo adecuado a mis aptitudes”
     Al principio, cuando apenas llevabas medio centenar de folios autobiográficos ─copias incluidas─, soñabas con un sueldo que te proporcionase una vida holgada: un apartamento mínimo (tipo americano), cómodo horario de trabajo (media jornada a ser posible) y dinero suficiente para gastar cuando se precisase (como en las películas). Después únicamente vivías para escribirte a ti mismo. Te levantabas tarde, cada días más tarde, aunque también de día en día ─cosas del dinero─ te acostabas más temprano; comprabas el ABC y el Ya y mientras te desayunabas, el café con leche y churros, lanzabas una mirada de experto a la sección de anuncios de ambos periódicos preocupado por rellenar el folio para el día de mañana. Tomabas alguna nota y te lanzabas a casa de cuantos conocidos podían echarte una mano. Según el día, aceptabas un pequeño trabajo con la intención de seguir escribiendo en el maldito papel.
     (Bebe un poco de coñac. El hielo se está derritiendo y si te descuidas se aguará del todo. No te tomes las cosas tan a pecho, porque entonces volverás a la calle del rodaje y verás un autobús sobre tu vientre. Ciertamente desagradable)
     Ya no te interesó otra cosa. A veces sentías convertirse en real y vivo todo el recuerdo artificioso almacenado en los tres cuartos de folio, y te largabas a embriagarte cuando ello ocurría. Pero normalmente vivías acorchado, pendiente de vivencias prácticas factibles de ser trasladadas al papel que paulatinamente se convertía en tu jefe y al que casi pedías consejo para poner o mutilar una frase.
     "Deseo un trabajo adecuado a mis aptitudes."
     La coletilla, el punto final, el resoplido de satisfacción por la tarea comenzada y concluida.
     De casa te llovieron cartas conminándote a regresar: "Ya tienes treinta y dos años para..." “No estamos dispuestos a..." “Déjate de chiquilladas y...” “Nos cuestas mucho dinero con..." "Vente al bufete..." "Si para mayo no estás aquí..."
     Te sentías incomprendido y recurrías a cualquier número de teléfono: Anamaría, Pepi, Carlota... Incluso llegaste a pensar que aceptarías cualquier cargo como Agente de Ventas o en una Compañía de Seguros. Mas la tentación huía pronto pues hasta la quincena próxima no habría carta
     (Estoy de acuerdo contigo en que no se trata de un simple currículum. No quiero martirizarte en absoluto, te lo prometo, pero aunque yo me callara, seguirías oyendo la misma prédica, o me la  contarías tú a mí, o la rumiarías para tus adentros. No cambiaría nada, desengáñate.)
     Comenzaste a buscar posibilidades  para llegar al final del folio. Apenas una línea te separaba del margen inferior, descontando, claro está, lo de Deseo un trabajo de acuerdo... Una semana, entera le diste vueltas al asunto. Pensabas enviar el currículum a un lugar importante donde te aceptaran con los brazos abiertos a la vista de tu experimentada vida. Y en ese momento pasó que –con treinta y dos años y todo‑ te hiciste un lío: buscabas una frase para concluir el currículum y endosárselo a una empresa, pero ¿a qué empresa? ¿Verdad que fue un duro golpe?, porque lo habías probado casi todo  -menos la venta de sujetadores para señora o señorita que chocaba con tus principios- y no quedaba nada que te agradase. Además, el hecho de concluir el folio eliminaba las excusas para seguir sin trabajo.
     Te sumergiste, por primera ves quizá, en la duda. Olvidaste las horas normales de comida y te dio por caminar embebido en tu descubrimiento. Hasta que cruzaste una calle sin respetar el "peatones esperen" del semáforo y saliste perdiendo.
     Después del choque, casi muerto y todo, sacaste el folio del bolsillo de tu chaqueta. ¡Cuánto hubieras dado por escribir lo del accidente para que los magnates te hubiesen dado el apelativo de Hombre Vital, Mundano y Conveniente para nuestra Organización: denle 60.000 pesetas mensuales!
     No lo escribiste, no, porque la gente te miraba y tú ibas en busca del director de la película.
     (Termínate el coñac y pide otro)
     Pero nadie gritó ¡Corten!
     (¿No quieres más? ¿Tienes prisa? Es una pena, chico. Ya contarás...)
                               (Del libro en preparación “El Sol en la Espalda”)

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