El currículum vitae
(A comienzos de
nuestra joven democracia la redacción de un currículum vitae se diferenciaba de
los actuales en varios aspectos: las empresas los leían, se confeccionaban sin
la precisión con que ahora se escriben y era imprescindible adjuntar ¡pretensiones!
A la obsesión de un viejo amigo por un currículum de los de entonces se refiere
este relato)
Seguramente
pensarías cuando terminó todo que se precisaba la voz del director diciendo
Corten Hemos terminado por hoy. Y el revuelo se habría deshecho y desperdigado
la gente por calles y bares. Yo creo que pensarían eso porque lo pensamos
muchos, y sí no lo hiciste así fue porque quizá no estabas o porque tu labor de
protagonista te impedía construir cualquier pensamiento ‑pues era de suponer
que estabas muerto. Pero de hecho te preocupó advertir que no existía director
ni focos ni nada; sólo gente mirando a un muerto, a un atropellado, a ti, o vete a saber a quién. Cogiste el
papel que aferraba el cadáver y te arrastraste bajo aquella gente. ¿Verdad que
por un momento te sentiste muerto cuando, agachado, miraste a los ojos que
curioseaban y resulta que se clavaban en los tuyos? Qué mal rato, ¿verdad?
Te escabulliste como un conejo; sí, como un conejo. No te avergüence, solamente logré verte yo. Me hiciste gracia. El caso es que te metiste en una cafetería, pediste cualquier cosa -coñac con hielo, para ser más exactos‑ y te entregaste a la lectura del folio blanco todo escrito por una sola cara. Lo bueno fue cuando leíste la primera línea y te identificaste tanto, tanto con el muerto que si no lo llegas a advertir habrías regresado a la calzada aquella como protagonista de la película en que morías atropellado.
(Esto es un lío, de acuerdo: no sabes sí le hablo al muerto ‑¡qué
tontería, verdad!‑, a ti o a quien me esté oyendo ‑en cuyo caso, el muerto
sería yo y no podría hablar. Pero sígueme y no le des vueltas)
La primera línea del folio ostentaba en mayúsculas
un nombre: JAIME V., y dos apellidos, bastante vulgares por cierto: PÉREZ
GÓMEZ. Seguía luego la filiación:
"Treinta y dos años. Estudié Bachillerato en el
Colegio Inmaculada de los Padres Jesuitas, cursando la Carrera de Derecho en mi
ciudad natal."
¿Recuerdas lo difícil que te resultó tu primer currículum
vitae ─remarcando el ae por esnobismo? La primera vez que te tropezaste, en
situación de urgencia, con las hornacinas mortuorias de los anuncios hallaste
aquello de Adjuntar currículum vitae, y te preguntabas cómo se hacía eso;
incluso estuviste tentado de recurrir a una entidad que se anunciaba ofreciendo
modelos de instancias, currículum y test de la más diversa procedencia.
“Mientras cursaba Derecho me dediqué a actividades
culturales. Fui nombrado Jefe del Gabinete de la Facultad y colaboré en
diversos diarios.”
En dos, aunque, ciertamente, el dos constituye
diversidad. En uno publicaste un artículo y en el otro una mala poesía. De
todas formas, para ser tu primer currículum, no estaba nada mal. Presuponías
que los magnates receptores de vidas condensadas creerían sólo la tercera parte
de lo expuesto, así que embellecías tus actividades obteniendo de paso una nota
que en su día podrías esgrimir: decisión.
“Licenciado a los veintitrés años, durante los dos
siguientes trabajé en un bufete de abogados y continué mía actividades literarias"
No decías, naturalmente, que el bufete era de tu
padre, ni que éste te llamaba inepto veinte veces al día, porque eso no debe
escribirse. ¿Te acuerdas que rehuías los anuncios donde se pedía el currículum
escrito a mano? Aunque no fueras un devoto, creías en la Grafología y
pensabas que descubrirían tus lagunas, tu bluff, tu máscara en cuanto le
echaran la vista a tu letra de trazos irregulares y “ges” con grandes rabos
descendentes.
Pero esto vino después. En el primer repaso de vida
te sobraba con tu licenciatura en Derecho y dos años de holgazanería en el
bufete de papá.
“Domino el inglés y el francés y tengo nociones de
italiano debido a mis viajes por el extranjero.”
Claro que dominabas, pero el diccionario. En París
estuviste tres días con los compañeros de curso; a Inglaterra no fuisteis, pero
anteriormente os habíais dado una vuelta por Gibraltar; sin embargo vuestra
estancia en Roma duró cuatro días, tiempo respetable para aprender un idioma.
Tú mismo te reías y, ¡parece mentira!, también te avergonzabas en ocasiones al
leer aquellas pocas líneas en las que mostrabas ser un hombre de mundo.
"Deseo un trabajo adecuado a mis
aptitudes."
Así terminaste e
invadiste las empresas con el cuarto de folio mecanografiado a dos espacios.
Comenzaste a recibir citaciones que te llenaron de orgullo y te desinflaban al
poco, pues en todas partes te decían lo mismo. Ya le avisaremos, y después no
había aviso. Por ello quizá llegaste a la conclusión de que era precisa la
ampliación del currículum. Un currículum que no ocupe un folio no es
serio". Y comenzaste a vivir para ese folio maldito al que no había forma
de verle el final.
Existía un fallo, sin embargo, que la Administración
se encargó de subsanar. Tanta prórroga por estudios retrasó tu incorporación a
filas a los veinticinco años, y ¡mira por dónde ─suerte que tienes, sin duda─
te correspondió África. En el fondo gozaste de la idea. El año y medio entre
moros estuvo a punto de matarte pero en los últimos meses produjo un efecto
contrario: te revitalizó, quizá porque ya había algo más que poner en el folio.
De regreso, borraste la última línea de petición de trabajo con arreglo a tus
aptitudes y te ufanaste:
"He recorrido parte del Continente Africano y,
naturalmente, cuento con el servicio militar cumplido.”
Y de paso adquirías
experiencia en la mecanografía del currículum. ¿Recuerdas? A veces te llegaba
algún amigo deseoso de dinero rápido, capaz de vender ropa interior de señora o
señorita, de aprenderse la numeración correlativa de los sujetadores, de aconsejar
a la cliente una talla determinada con sólo una mirada general y escrutadora, y
te preguntaba la fórmula para confeccionar un currículum vitae, adjuntando
pretensiones. Tú, entonces, ahuecabas la voz y decías que era muy sencillo; se
lo explicabas concienzudamente y si advertías una ligera admiración te dabas
por satisfecho. ¡Benditos años, verdad!
(No te pongas nervioso. En cierto modo molesta recordar paso a paso lo
que uno ha sido, pero eso es cuanto has hecho todos estos años: exámenes de
conciencia al por mayor. Por otra parte siempre hay facetas por descubrir que
desde un ángulo distinto son aptas para un currículum. Lo sabes bien.)
Doblegaste tu orgullo ─“No
necesito nada de nadie, padre"─ y recurriste a amistades influyentes. Te
prostituiste, en una palabra. Tu mayor ganancia consistió en la serie de
consejos que se albergaron en tus oídos aún cuando consiguieras también algún
que otro trabajillo: Administrativo ─un mes─, pasante de Abogado ─dos meses─,
Organizador Cultural de una Sociedad Desconocidísima ─¡tres meses!
“Conozco los diversos aspectos de una empresa. Mi
curiosidad me ha llevado a ocupar los distintos puestos de que se compone:
Administrativo, Consejero, etc. Además, he ocupado durante mucho tiempo el
puesto de Organizador General en una conocida Entidad Comercial de nuestra
Ciudad.”
No volviste a nombrar tus
poesías. Llegaste a la conclusión de que las actividades culturales no eran lo
más idóneo para llamar la atención de los empresarios.
“Deseo un trabajo adecuado a mis aptitudes”
Al principio, cuando apenas llevabas medio centenar
de folios autobiográficos ─copias incluidas─, soñabas con un sueldo que te
proporcionase una vida holgada: un apartamento mínimo (tipo americano), cómodo
horario de trabajo (media jornada a ser posible) y dinero suficiente para
gastar cuando se precisase (como en las películas). Después únicamente vivías
para escribirte a ti mismo. Te levantabas tarde, cada días más tarde, aunque
también de día en día ─cosas del dinero─ te acostabas más temprano; comprabas
el ABC y el Ya y mientras te desayunabas, el café con leche y churros, lanzabas
una mirada de experto a la sección de anuncios de ambos periódicos preocupado
por rellenar el folio para el día de mañana. Tomabas alguna nota y te lanzabas
a casa de cuantos conocidos podían echarte una mano. Según el día, aceptabas un
pequeño trabajo con la intención de seguir escribiendo en el maldito papel.
(Bebe un poco de coñac. El hielo se está derritiendo y si te descuidas se
aguará del todo. No te tomes las cosas tan a pecho, porque entonces volverás a
la calle del rodaje y verás un autobús sobre tu vientre. Ciertamente desagradable)
Ya no te interesó otra cosa. A veces sentías convertirse
en real y vivo todo el recuerdo artificioso almacenado en los tres cuartos de
folio, y te largabas a embriagarte cuando ello ocurría. Pero normalmente vivías
acorchado, pendiente de vivencias prácticas factibles de ser trasladadas al
papel que paulatinamente se convertía en tu jefe y al que casi pedías consejo
para poner o mutilar una frase.
"Deseo un trabajo
adecuado a mis aptitudes."
La
coletilla, el punto final, el resoplido de satisfacción por la tarea comenzada
y concluida.
De casa te llovieron
cartas conminándote a regresar: "Ya tienes treinta y dos años
para..." “No estamos dispuestos a..." “Déjate de chiquilladas y...” “Nos
cuestas mucho dinero con..." "Vente al bufete..." "Si para mayo
no estás aquí..."
Te sentías incomprendido
y recurrías a cualquier número de teléfono: Anamaría, Pepi, Carlota... Incluso
llegaste a pensar que aceptarías cualquier cargo como Agente de Ventas o en una
Compañía de Seguros. Mas la tentación huía pronto pues hasta la quincena próxima
no habría carta
(Estoy de acuerdo contigo en que no se trata
de un simple currículum. No quiero martirizarte en absoluto, te lo prometo,
pero aunque yo me callara, seguirías oyendo la misma prédica, o me la contarías tú a mí, o la rumiarías para tus
adentros. No cambiaría nada, desengáñate.)
Comenzaste a buscar
posibilidades para llegar al final del
folio. Apenas una línea te separaba del margen inferior, descontando, claro
está, lo de Deseo un trabajo de acuerdo... Una semana, entera le diste vueltas
al asunto. Pensabas enviar el currículum a un lugar importante donde te aceptaran
con los brazos abiertos a la vista de tu experimentada vida. Y en ese momento
pasó que –con treinta y dos años y todo‑ te hiciste un lío: buscabas una frase
para concluir el currículum y endosárselo a una empresa, pero ¿a qué empresa?
¿Verdad que fue un duro golpe?, porque lo habías probado casi todo -menos la venta de sujetadores para señora o
señorita que chocaba con tus principios- y no quedaba nada que te agradase.
Además, el hecho de concluir el folio eliminaba las excusas para seguir sin
trabajo.
Te sumergiste, por primera ves quizá, en la duda.
Olvidaste las horas normales de comida y te dio por caminar embebido en tu
descubrimiento. Hasta que cruzaste una calle sin respetar el "peatones
esperen" del semáforo y saliste perdiendo.
Después del choque, casi
muerto y todo, sacaste el folio del bolsillo de tu chaqueta. ¡Cuánto hubieras
dado por escribir lo del accidente para que los magnates te hubiesen dado el
apelativo de Hombre Vital, Mundano y Conveniente para nuestra Organización:
denle 60.000 pesetas mensuales!
No lo escribiste, no, porque la gente te miraba y tú
ibas en busca del director de la película.
(Termínate el coñac y pide otro)
Pero nadie gritó ¡Corten!
(¿No quieres más? ¿Tienes prisa? Es una pena,
chico. Ya contarás...)
(Del libro en preparación “El Sol en
la Espalda”)
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