DESPEREZOS RELIGIOSOS DE LA ESPAÑA DE ANTAÑO
Eran otros tiempos y no por pasados,
mejores. Apenas amanecido el domingo de Resurrección, el estrépito de la loza y
la porcelana contra el suelo de unos recipientes ya inservibles y reservados
para la ocasión (botijos sin asa, orinales agujereados, platos desportillados,
lebrillos destrozados), competía con el batir de las campanas y la subida del
volumen de los aparatos de radio que habían mantenido las voces afelpadas,
secuestradas por el dolor de un Cristo muerto y la aspereza de las costumbres.
La paleta de voces y ruidos quería anunciar de la manera más festiva y
explícita posible el misterio de la Resurrección, y de un modo quizás
inconsciente la destrucción de las cadenas. La España rural se desperezaba así de
la ruda penitencia a la que la sometían la obediencia y la incultura ancestral
y una ristra de capuchinos y franciscanos esparcidos en pie de misión interior por
pueblos, aldeas y pedanías. Nadie que viviera en la ciudad o en la capital de
la provincia podía ni siquiera imaginar la voracidad con que la Iglesia
nacional─católica de la España de los 50 y los 60 se abatía sobre las gentes de
los pueblos para inmovilizar sus mentes y encapsular sus deseos con la
habilidad de una araña con su presa.