MUERTE
DE UN PRESIDENTE
(Finalmente, el presidente Salvador Allende tuvo razón. Pocos podían
suponer que cuarenta años después de su muerte Chile sería la democracia más
asentada de Iberoamérica, también la más próspera, y en la que la alternancia
del poder se había consumado sin problemas. El 11 de septiembre de 1998
publiqué en el diario La Verdad de
Murcia y en sus ediciones de Albacete y Alicante el artículo que reproduzco a
continuación, cuarenta años, un mes y 16 días después de un magnicidio tras el que
estuvo la larga mano del presidente estadounidense, Richard Nixon, y su
secretario de Estado [y premio Nobel de la Paz en ese malhadado año de 1973]
Henry Kissinger)
A las tres de la tarde (del 11 de septiembre de 1973) hora chilena
(nueve de la noche en España), todo había terminado en el Palacio de la Moneda.
Tras casi ocho horas de combates, incluido el bombardeo del palacio desde el
aire, los últimos moradores del emblemático edificio presidencial salen por la
puerta de la calle Morandé, al costado de la entrada principal. Hasta ese
momento, sólo el presidente Salvador Allende, con el casco de combate calado
hasta las cejas, y sus más incondicionales permanecían en las dependencias de
palacio, en pleno centro de Santiago.
El presidente se quedó con sus más íntimos amigos de los GAP (Grupo de Amigos Personales), los médicos, la desazón por la ausencia de algún regimiento militar leal y la satisfacción amarga por el absoluto seguimiento de la población a sus instrucciones radiofónicas de que no se enfrentaran a los militares.
A las seis y media de la mañana había llamado a su ministro de Defensa,
Orlando Letelier –años después asesinado en Washington—para comunicarle que
varios tanques de la Marina se dirigían a Santiago desde su base en la ciudad
costera de Valparaíso. Una hora después, Allende entró en el Palacio de La
Moneda con la absoluta convicción de que iba a morir. Las calles de la capital
estaban repletas de patrullas, el edificio de enfrente, sede del Ministerio de
Defensa, había sido tomado por la Marina y Letelier había quedado detenido.
Todavía no sabía Allende que el comandante en jefe del Ejército nombrado por él
unos meses antes, el general Augusto Pinochet Ugarte, estaba con los
complotados. Cuando escuchó por la radio el primer bando de la junta golpista y
se dijeron los nombres de sus jefes, Allende solo acertó a gritar:
“¡Traidores!”. En La Moneda se despliega una gran actividad entre el asedio de
los proyectiles. Se queman documentos, se dispara desde las ventanas. El propio
presidente dispara dos veces con un bazuca contra un blindado que dirige sus
granadas contra la puerta principal del palacio.
Pese a las reiteradas exigencias de los conjurados, Allende se niega a
rendirse. El palacio del siglo XVIII, obra del arquitecto español Toesca,
estalla en llamas tras las ocho pasadas de la aviación descargando sus bombas.
Cuando sus colaboradores más cercanos se entregan por orden expresa del
presidente, escuchan dos disparos procedentes de la habitación donde había
quedado Allende. El mundo entero sabría al poco que el presidente
constitucional de Chile había muerto en el asalto.
"Se había disparado el presidente. Yo vi como que se sentaba y
salía su casco por los aires y, con él, todo el cráneo, desde las cejas. Su
masa encefálica se desparramó alrededor y se aplastaba sobre unos gobelinos que
había en las paredes de la habitación".
Así relataba su testimonio personal el médico de La Moneda Patricio
Guijón, el último testigo de la muerte de Allende que permanece vivo: "Vi
que se sentaba, pero pienso que el impacto del proyectil lo debió de levantar
del sillón para caer de nuevo. La metralleta quedó entre sus piernas. Me senté‚ a su lado, coloqué el fusil
ametrallador (un AK soviético, regalo de Fidel Castro) junto a la pared y
esperé la llegada de los militares".
"No se bien por qué se dejó creer que había muerto en combate y no
suicidado –ha relatado el también médico y ex ministro de Salud de Allende
Arturo Jirón, presente en La Moneda--. Lo que importaba es que su muerte fue
una cuestión de dignidad".
Todos mintieron: unos por darle a la muerte del presidente una aureola
de héroe, como si su suicidio no hubiera sido un último acto de gallardía;
otros como el general Augusto Pinochet, quien con su rostro arisco, tenso
entrecejo, barbilla fruncida, labios apretados y gesto hosco explicaba a la
población que a Allende se le dio la oportunidad de rendirse para que fuera
trasladado al país de su elección.
Efectivamente, los conspiradores le ofrecieron un avión para escapar,
pero en las comunicaciones entre los jefes del golpe conocidas desde 1985
Pinochet decía, coreado por las risas de sus interlocutores: “Se mantiene el
ofrecimiento de sacarlo del país…, pero el avión se cae, viejo, cuando vaya
volando”.
Allende no mintió, pero sí se equivocó en su último mensaje a la nación,
cuando dijo: "Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las
grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad
mejor". Resultó más tarde que temprano. Veinticinco años después, todavía
el 11 de septiembre, aniversario de su muerte, es día festivo oficial en Chile.
Ha sido necesario pactar con su verdugo, convertido en senador democrático
vitalicio, para no celebrar más el bombardeo de La Moneda. Más tarde que
temprano.
Del libro en preparación “De los Andes al
Pacífico ─ Crónicas desde Chile (1993─1996)"
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