jueves, 18 de octubre de 2018

LA SARDINA FESTEJADA Y LA BALLENA CELOSA
(Del libro en preparación A la sombra del jacarandá)

Por mucho que me esfuerzo no logro recordar un pez al que se le hagan más risas y festejos que a la humilde sardina, incluso canciones tiene, siempre cantadas tras la melancolía de “Maite”. No recuerdo cantares a la merluza, ni al besugo, ni a la dorada o el mújol. A los merlines les cantó en prosa Ernest Hemingway, y a las ballenas las persiguió Hermann Melville bajo la imagen del capitán Ajab; del pulpo gigantesco contaba historias terroríficas Julio Verne, y del tiburón se han escrito y filmado cuentos realmente espeluznantes. Pero coplas como la de las sardinicas de Santurce a Bilbao, o entierros con la pompa con que se celebran en toda España no creo que se le hagan a otro pez que no sea la sardina.
De entre los mares de cosas que no entendía de niño una era la alegría de los antiguos carnavales ante una cuarentena tan larga de recogimiento, suspiros, ayuno y abstinencia. Otra, que enterraran la sardina antes de la Cuaresma, precisamente cuando más se iban a consumir, y me parecía mucho más lógica la ceremonia de Murcia, cuando el entierro se produce entre el boato y la algarabía de los huertanos en la semana posterior a la Semana Santa, en las Fiestas de Primavera.
Hasta hace dos o tres décadas, aquellas fiestas –El Bando de la Huerta, La Batalla de Flores, El Entierro de la Sardina—tenían el sabor de lo pueblerino, de fiesta grande de domingo, con la llegada desde las pedanías y los pueblos de gentes ataviadas con zaragüelles y refajos o con corbata, según fuera el festejo. Pero pasados los años, en empopada a los tiempos de libertad, aparecieron las "garotas" y con ellas, la interna­cionali­zación: el Murcia-París-Londres.
Para quienes compartimos con el inmenso escritor bahiano Jorge Amado –cuya salud Dios guarde- su idea plasmada en tantos libros de que el mestizaje brasileño dio lugar a la raza más hermosa y alegre, la escogida por los dioses para su divino esparci­miento, nos alborozamos con el anuncio de la llegada de las "deusas do prazer", pese a hallarnos lejos del espectácu­lo.
Restaba ese encuentro para que el ciclo de la Conquista se cerrara definitivamente, mucho antes de los fastos del V Centenario. Los "hijos de la raza mora, vieja amiga del sol", de Manuel Machado, recibían en su mayor día de alborozo a las hijas del amor, tostada espuma del embate del Atlántico contra la playa americana.
Pese a la escandalera de los bien pensantes ante la menestra de bocadicos, achuchones y palmeteos de los murcianos a las diosas, el encuentro no pudo ser más espléndido por la verdad que lo presidió, y para mí que se convirtió en el punto de inflexión hacia el laicismo total de la fiesta, hacia el significado profundo del desfile: la victoria definitiva de Don Carnal sobre Doña Cuaresma.
Aquel primer encuentro entre la voraz lujuria de algunos espectadores y las largas piernas morenas rematadas en glúteos rotundos de las diosas hizo que la fiesta sardinera saliera de la Gran Vía murciana a las páginas de todos los periódicos del mundo. Incluso uno de ellos, el “Egin” mostraba su singular sentido del humor y dedicaba su última página a glosar festivamente el evento, eso sí con una foto en la que una piara de cerdos salían alineados de un corral y el diario explicaba en el pie: “los fogosos murcianos pasan un control…”
Pero, pese a las críticas, nunca más dejaron de volver las muchachas de tez de carey y dientes de nácar, cada vez más sonrientes y con menos ropa. Su presencia se ha multiplicado con varias escuelas de samba, con los meneos cubanos de la salsa y el “cadereo” sinuoso de las hijas de la Polinesia.
He podido asistir de nuevo al Entierro –así se llama, por antonomasia—y he podido constatar que la modernidad no ha quebrado mis recuerdos de infancia, cargados de pólvora y del humo que expelía la nariz del dragón. Repletas de colores aparecían las entrañas de aquellos monstruos que vomitaban juguetes, deliciosos tesoros de madera y barro, primero; de plástico, después. Asistía, sin saberlo entonces, al mayor espectáculo orgiástico de la primavera española.
Rememoraba desde las carretas tiradas por bueyes hasta la primera carroza arrastrada por un estruendoso tractor y chocaban en mi ánimo siempre las bélicas experiencias del martes anterior --las sonrisas atemorizadas de las chicas, vestidas de blancas gasas y organdíes, antes de su paseí­llo por el "Coso Blanco" donde se iba a librar La Batalla de Flores-- con la barroca alegría del día del Entierro largamente preparado por los grupos sardineros.
Nunca una semana podía ser más diferente de una punta a otra. La invasión del Bando de la Huerta daba paso al elitismo de La Batalla de Flores, de obligada corbata que contrastaba con los sacos de "floreta" –duro hierbajo de florecillas blancas-- que se alineaban en los palcos, y el afán de los más jóvenes en la elaboración de proyectiles verdes atados con serpentina que dejaban malpara­das a las adolescentes murcianas.
No puedo olvidar la metamorfosis de la ancha sonrisa de la actriz Carmen Sevilla, en el apogeo de su belleza, encaramada a lo más alto de la carroza principal en su primera vuelta al ruedo bajo un arco de serpentinas y claveles, y el hielo que fue congelando su rostro ante los primeros impactos de la "floreta" que la terminaron desalojando del espectá­culo.
Pero en el Entierro no había corbatas ni beligerancia, sino entrega, fiesta profana. Parecía que los murcianos, tras cuarenta días de ayuno y abstinencia dedicados a un solo dios, decidían agasajar también a los dioses antiguos – Baco, Marte, Eros, Apolo, Selene, Ceres, Saturno, Odín--, no fuera que se enojaran.
Recuerdo que las fanfarrias y los desfiles entre las carrozas nos permitían a los niños recuperarnos del agradecimiento de quien nos alcanzó los juguetes o de la desazón de la bolsa vacía. Y el temor que producía la decoración de algunas carrozas se neutralizaba con la llegada de nuevos magos riquísimos que lanzaban tesoros sin cuento. 
Con los años, la imaginación desplegó sus alas y los magines se estrujaron para ofrecer novedades, como -¡válgame Venus!- la llegada este año de la Sardina en barco por el río Segura, desde Ojós hasta la capital, para dar cuenta a los geógrafos de la aparición de un nuevo río navegable.
Y tras el alboroto por la llegada de la sardina el viernes, el alboroque y los festejos previos a su quema del sábado. La quema de la enorme Sardina permite dibujar un imaginario triángulo de fuego con sus vértices en las Fallas valencianas, la sardina murciana y las Hogueras de San Juan alicantinas. A quien quiera entender el Mediterráneo y su cultura puede bastarle este recorrido.
Andaba yo apoyado en ese balcón sobre el bravo Pacífico –gris más azul-- que es Chile, cerca de las tumbas de Pablo Neruda y Matilde, y les contaba estas historias a las ballenas que viajaban hacia las frías aguas de la Antártida. Les hablaba de la humilde sardina y de los cantos y festejos que la acompañan, y me gustaba pensar ante sus furiosos chorros que encelaba tanto a las ballenas con mis cuentos que se conjuraban para doblar el cabo de Hornos, nadar sin tregua por el Atlántico y llegarse a las playas de Águilas o Mazarrón para dejarse morir de tristeza si no las festejaban.
16  de mayo 1998

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