Un amigo musulmán que miró con
disgusto mi post sobre la revolución de los lápices me advirtió de que el sólo
hecho de haberlo ilustrado con la portada de Charlie Hebdo ya era en sí una
blasfemia para una religión que prohíbe cualquier representación de Alá y su
profeta. Tampoco el judaísmo permite la imaginería divina, ni el protestantismo
cristiano. De las grandes iglesias, sólo la católica romana y la ortodoxa
mantienen el culto y la veneración a imágenes divinas y del santoral.
Lo que tienen en común todas ellas es la prohibición de tomar el nombre de Dios en vano, el segundo mandamiento de las Tablas de la Ley. No blasfemar, en suma, bajo pena de infierno o sencillamente por respeto a las creencias del interlocutor, aunque haya legislaciones presuntamente laicas o aconfesionales, como la española, que deciden meterse en camisa de once varas en la represión civil de insultos religiosos y redactan un artículo 525 del Código Penal tan riguroso que con buen criterio no aplican ni jueces ni fiscales en esta España presuntamente aconfesional.
Me apresuro a distinguir la sátira
literaria, abrazada por grandes escritores desde Petronio, Marcial y Juvenal a
nuestros Arcipreste de Hita, Quevedo, Larra o Valle Inclán, de la blasfemia,
sobre todo la intemperante, soez e invasiva. Pero la sátira bien utilizada
puede herir de muerte a quien la padece. El padre de mi amiga Loreto de Buenos
Aires, ante expresiones de befa y escarnio, le solía decir: "La
burla es la peor de las injurias y la que menos se perdona"
Bajo techado, unos carteles avisaban
en letras mayúsculas “Prohibido blasfemar bajo multa de cinco pesetas”, una cantidad
respetable en aquel entonces. Días hubo especialmente rigurosos que las
blasfemias revoloteaban sobre las hornillas de los fogones y solía haber algún
hornero (casi siempre el mismo) que entraba en la oficina, depositaba un duro
en la mesa y soltaba una sonora blasfemia con la que nos quería espantar a los
escribanos. Terminado el rito, se le retenía la moneda durante la jornada y se
le devolvía a su término hasta nuevo hartazgo del personal. Aquel hombre
blasfemaba para no tener que matar al dueño de la fábrica o ciscarse en el
glorioso movimiento nacional.
Fuera de casos tan comprensibles por
la hartura que representan, tengo para mí que gran parte de las palabras
blasfemas que surgen en un tajo, en el juego del julepe o en el chamelo, son
como comas de una frase, sin la mala intención que podría suponérseles. Los
españoles solemos adobar con tacos (garabatos en Chile o malas palabras en
Argentina) las conversaciones entre los que se incluye alguna referencia al dios
de los cielos o al pan de los cristianos. Pero suelen ser, por lo común, una
coma, un respiro, un simple enlace entre palabras, sin la expresa intención de
insultar.
En las redes sociales se ha impuesto
por ejemplo escribir ostia sin hache, y no por falta de ortografía sino para
descargar la palabra de su connotación religiosa. Podría afirmarse que existe
en determinados casos un curioso cuidado en la utilización de la blasfemia para
que no resulte estridente ni siquiera a quien la profiere.
Es lógico que el papa Francisco exija
contención en los insultos a las divinidades puesto que él es su presunto
representante en la Tierra, pero más que una limitación a la libertad de
expresión, viene a ser un problema de educación y respeto, lo que en tiempos lejanos
se llamaba urbanidad. Un ámbito religioso y de convivencia en el que no tienen
cabida las amenazas, los castigos o los anatemas emanados de la legislación
civil contra una irrenunciable libertad de expresión.
Por si acaso, le dedico a mi amigo
marroquí la ilustración de este post, espero que aséptica, aunque ese tirabuzón
cayendo sobre los tejados de Madrid pueda interpretarse torcidamente en plan de
ver en él, no sé, el dedo de Dios, de Yahvé o de Alá. O la escala divina para escapar
cualquiera de los tres del cielo. Pero nada que ver: es una nube, una simple y
hermosa nube fotografiada en la amanecida del 23 de octubre del año pasado
desde la habitación de una clínica madrileña. Sin más “Je suis…” que valga.
Lo importante, Je suis, y Je suis bajo los cielos de Madrid, herederos de las camisetas blanco raído de tirantes, donde tu fe en lo colectivo quiere creer que a hostias se le ha caído intencionadamente la hache en las redes sociales.
ResponderEliminarNos da igual el garabato.
Madrid, hoy y aquí
¿Podría indicarnos tu amable amigo musulmán en qué apartado del Corán dice que la ilustración o imagen del profeta es una blasfemia?
ResponderEliminarNo sé, pero parece que ultimamente están cabreados por todo.
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