LA MÚSICA DEL DESIERTO
(Del libro en preparación A la sombra del
jacarandá)
En aquella noche de verano casi americana de luna
repleta y blanca, sin otra nube que la esponjosidad de la Vía Láctea entre un
derroche de estrellas, sólo faltaban los grillos, pero no escuché grillos en el
desierto. Quizás porque pese a los 20 grados sobre cero hacía un frío tan
helador que solamente el abrigo de la jaima lograba combatirlo. Un frío como de
madrugada en Castilla en pleno invierno. El día había sido sofocante. Por mucho
que se hubiera leído a Salgari, el Sáhara te recibía a puñetazos. De los 60
grados del día, secos como pata de conejo, que ni siquiera te dejaban restos de
sudoración por lo rápido que se evaporaba cualquier líquido que se atreviera a
asomarse al exterior, se pasaba a 20 grados; cuarenta de diferencia, un frío
aterrador. Pero había que huir de la tibieza de la jaima, si se quería escuchar
la música del desierto que ni los grillos perturbaban. Se podía esperar
sentado, el cigarrillo en los labios para no sacar la mano de la cobija, los
ojos achinados y todos los sentidos concentrados sólo en las orejas, alargadas
como trompetillas de sordo de tebeo, aguardando la música del desierto.
Por la mañana, en las cercanías del cementerio de
Lemsid, habíamos encontrado geodas, unas burbujas prehistóricas de basalto
volcánico, cuyo cuarzo cristalizado --o su amatista, si había suerte—recibía la
luz del sol por primera vez en millones de siglos cuando lográbamos abrirlas
contra el suelo. También abundaban las rosas del desierto y paleolíticas puntas
de lanza o cabezas de hacha de piedra tallada. A las cinco de la tarde
terminaron de cocerse en la tierra el camello con el que nos habíamos
fotografiado y la cabra negra que nos serviría de aperitivo. Durante la comida
en torno a las grandes bandejas de estaño, uno de los notables refirió sus impresiones
de niño sobre la música del desierto. Sus pares escuchaban y sonreían bajo el
embozo de tela celeste que azuleaba sus mejillas. La narración era tan serena y
descriptiva, acompañada de abundantes sorbos de té, que no tuve ninguna duda de
que esa noche me quedaría al concierto.
Y allí estaba yo, entumecido bajo la manta y al
raso, hasta que: click, sonó la primera; clock, respondió la segunda; paf, se
desgranó una tercera; tueinggg, estalló la cuarta. La función había empezado.
Como borbotones en un puchero saltaba la arena. Bajo la luna gigantesca se
reventaban las piedras: plofff, clack, bronmm. Música concreta, ni un sólo
sonido repetido, ni una nota del pentagrama identificable, todo el desierto
saludaba a la luna y se regocijaba en su eternidad: tippp, choff, crack. Según
la textura y la masa de la piedra las grietas emitían al estallar sonidos
primigenios, desnudos, en una orgía mayor cuanto más caluroso el día y más fría
la noche.
Trok, chip, tas, tongg. El concierto --tan vívido
en la memoria que lo podría escribir—inundó de nuevo mis recuerdos cuando leí
la sentencia de un tribunal de Granada para el que aquellos hombres azules,
habitantes de la provincia española del Sáhara y abandonados a su suerte un 14
de diciembre de hace 23 años, eran españoles y siguen siendo españoles. No sé
si en otoño cantará el desierto, pero mi pobre agnosticismo salió huyendo ante
tal invasión de imágenes y sonidos levemente sensibleros, escandalizado al
oírme rezar, aunque muy quedo: “Alá es grande, el Dios del desierto”.
ABC 25 de noviembre
1998
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