domingo, 23 de septiembre de 2018

LA MÚSICA DEL DESIERTO
(Del libro en preparación A la sombra del jacarandá)

En aquella noche de verano casi americana de luna repleta y blanca, sin otra nube que la esponjosidad de la Vía Láctea entre un derroche de estrellas, sólo faltaban los grillos, pero no escuché grillos en el desierto. Quizás porque pese a los 20 grados sobre cero hacía un frío tan helador que solamente el abrigo de la jaima lograba combatirlo. Un frío como de madrugada en Castilla en pleno invierno. El día había sido sofocante. Por mucho que se hubiera leído a Salgari, el Sáhara te recibía a puñetazos. De los 60 grados del día, secos como pata de conejo, que ni siquiera te dejaban restos de sudoración por lo rápido que se evaporaba cualquier líquido que se atreviera a asomarse al exterior, se pasaba a 20 grados; cuarenta de diferencia, un frío aterrador. Pero había que huir de la tibieza de la jaima, si se quería escuchar la música del desierto que ni los grillos perturbaban. Se podía esperar sentado, el cigarrillo en los labios para no sacar la mano de la cobija, los ojos achinados y todos los sentidos concentrados sólo en las orejas, alargadas como trompetillas de sordo de tebeo, aguardando la música del desierto.
Por la mañana, en las cercanías del cementerio de Lemsid, habíamos encontrado geodas, unas burbujas prehistóricas de basalto volcánico, cuyo cuarzo cristalizado --o su amatista, si había suerte—recibía la luz del sol por primera vez en millones de siglos cuando lográbamos abrirlas contra el suelo. También abundaban las rosas del desierto y paleolíticas puntas de lanza o cabezas de hacha de piedra tallada. A las cinco de la tarde terminaron de cocerse en la tierra el camello con el que nos habíamos fotografiado y la cabra negra que nos serviría de aperitivo. Durante la comida en torno a las grandes bandejas de estaño, uno de los notables refirió sus impresiones de niño sobre la música del desierto. Sus pares escuchaban y sonreían bajo el embozo de tela celeste que azuleaba sus mejillas. La narración era tan serena y descriptiva, acompañada de abundantes sorbos de té, que no tuve ninguna duda de que esa noche me quedaría al concierto.
Y allí estaba yo, entumecido bajo la manta y al raso, hasta que: click, sonó la primera; clock, respondió la segunda; paf, se desgranó una tercera; tueinggg, estalló la cuarta. La función había empezado. Como borbotones en un puchero saltaba la arena. Bajo la luna gigantesca se reventaban las piedras: plofff, clack, bronmm. Música concreta, ni un sólo sonido repetido, ni una nota del pentagrama identificable, todo el desierto saludaba a la luna y se regocijaba en su eternidad: tippp, choff, crack. Según la textura y la masa de la piedra las grietas emitían al estallar sonidos primigenios, desnudos, en una orgía mayor cuanto más caluroso el día y más fría la noche.
Trok, chip, tas, tongg. El concierto --tan vívido en la memoria que lo podría escribir—inundó de nuevo mis recuerdos cuando leí la sentencia de un tribunal de Granada para el que aquellos hombres azules, habitantes de la provincia española del Sáhara y abandonados a su suerte un 14 de diciembre de hace 23 años, eran españoles y siguen siendo españoles. No sé si en otoño cantará el desierto, pero mi pobre agnosticismo salió huyendo ante tal invasión de imágenes y sonidos levemente sensibleros, escandalizado al oírme rezar, aunque muy quedo: “Alá es grande, el Dios del desierto”.
ABC 25 de noviembre 1998

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