OLIVASTRI
MILLENARI
La película El Olivo, de Icíar Bollaín, puede que constituya un revulsivo más a tantos atropellos perpetrados por promotores y constructores en nombre de la
codicia y la idiotez. Conocida es la desaparición de nuestros palmerales debido
al Picudo Rojo, una especie de escarabajo importado de Egipto en la época en
que paisajistas y urbanistas de baja estofa y peores escrúpulos festoneaban con
palmeras mediterráneas desérticos paseos y avenidas polvorientas. El exceso de
demanda (España toda se iba a convertir en una lujosa urbanización tropical, en un "resort" lujurioso) aconsejó la
importación de palmeras en sazón y más baratas que las nacionales, aunque con un inquilino no
previsto: el Picudo Rojo, un coleóptero originario del Asia tropical, que ha arrasado con los palmerales
del Levante y el Sureste peninsular.
Nadie ha ido por ello a
la cárcel. La ignorancia, la malicia y la avaricia han arrasado también
nuestros pueblos y sus paisajes al socaire de una malentendida modernización.
El expolio ha alcanzado cotas de salvajismo e impudicia. Basta viajar por la
Europa devastada tras la Segunda Guerra Mundial para advertir el cuidado, el
mimo y la exactitud en la reconstrucción y homogeneización de sus pueblos y
ciudades, la cordialidad de su urbanismo.
Bueno, pues con
los olivos centenarios y milenarios ocurre en España tres cuartos de lo mismo. Hace
apenas diez años, los dueños de olivos centenarios y milenarios del Maestrazgo
castellonense y turolense (y de otras regiones) se apresuraban a vender sus fósiles
vivientes a particulares y empresarios italianos, principales clientes de estos
gigantes, antes de que una inminente ley de protección ambiental impidiera el
atropello.
Quienquiera que
haya viajado por el Sur de Italia, en teoría la zona más deprimida de la gran
península, habrá advertido el cuidado de sus caminos, la limpieza de sus
arcenes, adornados con chumberas, adelfas y pequeños arbustos mediterráneos.
Hasta el atronar de las cigarras parece milenario.
Ese apego a la
eternidad que puede apreciarse en las grandes ciudades de Italia, puede también
admirarse en el norte de Cerdeña, en Gallura, a escasos 30 kilómetros de la
Villa Certosa de Berlusconi y la Costa Esmeralda. Allí, en medio de grandes
formaciones graníticas y cerca del lago artificial de Liscia, aparece tras un
muro de piedra, el aviso Olivastri Millenari,
oliveras milenarias, una explanada de varias hectáreas en la que se pueden contemplar,
previo pago de 2,50 euros por persona, olivos de mil y dos mil años de antigüedad en torno al gigante S'Ozzastru, al que científicos de la Universidad de Sassari atribuyen
una existencia de 3.800 años. Tras abrazarlo y escudriñar sus escondrijos (en alguno
cabe una persona), se siente la necesidad de acuclillarse a la sombra de sus
600 metros cuadrados de follaje y sumergirse en la contemplación de este soberbio testigo de
cuarenta siglos.
S’Ozzaztru seguirá
siendo sin duda, con sus 20 metros de perímetro y 14 de altura, un
impresionante ejemplar de acebuche (todos los olivos milenarios lo son) entre media docena de “jóvenes” de mil y dos
mil años de antigüedad convenientemente datados. Un parque que quizás sea ampliado, si no lo ha sido ya, por alguno de los varios miles de olivos milenarios españoles que languidecen en nuestros campos a la espera del oportuno especulador y traficante sin escrúpulos capaz de tasar sus años en billetes de 500 euros de curso legal.
Lástima.
Recuerdo que cuando era niña y vivía en Riaño (León) me escapaba por la puerta trasera de la casa, y me iba al bosque a correr, como si fuera una fierecilla. Y ahí estaba él, mi árbol. Lo abrazaba, me pegaba a su tronco, olía su corteza, el musgo que lo cubría y mis mofletes se manchaban de resina. Mis brazos no lo abarcaban y eso me producía una sensación de cobijo, de protección, ese sentir que había algo enorme que me cubría consolaba algo en mi alma.
ResponderEliminarRegresaba a toda prisa a casa porque no quería que me regañara, normal, habían lobos, pero por entonces los lobos eran los miedos de los mayores y no los míos. Llegaba con arañazos en las piernas y los brazos, ¡cómo picaban!, y con una fuerza en mi ser, tan grande que me hacía sentir la niña más feliz del mundo.
Mi árbol quedó inundado, junto a los prados y el pueblo, por un pantano. Hay quienes dicen que, a veces, parece verse el campanario de la iglesia.
Olivos milenarios y pinos, encinas y palmeras; tejos, dragos, sabinas, robles y decenas de especies más, son quemados, inundados, talados, trasplantados, mutilados... ¿y los abrazos?,¿cuándo se olvidaron sus abrazos?