«EN LA ESQUINA DEL
TIEMPO»
"El hombre de la barba encanecida se ha
detenido ante la puerta de la casa. Levantando la vista contempla el enorme
eucalipto que preside la entrada. El árbol crecido es testigo silencioso de
varias generaciones. [Manuel baja de ahí, vamos a comer.] Se oye petardear el
automóvil del padre entre la polvorienta vereda de acceso a la casa de campo.
La piel del eucalipto siempre le pareció blanca como el envés de una culebra
panza arriba.
"El hombre palpa ahora, una vez más, aquella
orografía bien recordada del árbol de aromas y sombras infantiles. Y su mirada
se nubla confundida bajo el desafiante sol mediterráneo que corona al mediodía
los penachos más altos de las frondosas copas. Se le ve cansado, así que
suspira hondo al introducir la llave en la cerradura. Debe ser por culpa del
cansancio tras conducir tantos kilómetros desde Madrid. Ya está dentro. Inmerso
en una burbuja de polvo secuestrado, intensa humedad y vagos olores a naftalina
y libro viejo. Se sienta al pie de la escalera. La abuela y el abuelo le
miran fijamente desde su panteón barroco de cristal y marcos antiguos,
impecables y dorados. También el padre, que en la foto posa al pie de un avión
que le conducirá a Londres.
"[Don Manuel, en la segunda quincena de
febrero vamos a cortar los limones.] Sustanciosos soles de huerta para sumergir
en un gin-tonic. Tan ácido como la inquisitorial pregunta del periodista
avezado; pero tan dulce, a la par, como cualquier otra fruta apta para mitigar
la amargura. Porque uno se bebe la vida a tragos cortos tan aprisa… Que los
últimos sorbos no deberían llamarse así, sino los más recientes; los más
frescos aún, reparadores. Lo aconsejan los amigos, expertos cirujanos ante las
heridas vitales que al punto cicatrizan la desazón demorando los plazos
perentorios más absurdos y temidos.
"Tiemblan ácaros sepultados entre los libros
de juventud, también en la hemeroteca de artículos y entrevistas pasadas y
archivadas. Qué revolución aquella del mayo del 68, en un Madrid de estudiante,
pululando por el barrio de Argüelles del brazo de hormonas desatadas y sueños
por construir con la letra impresa de las inminentes rotativas. Teclea en el
silencio de la noche la «Hispano Olivetti» en la pensión de la calle Andrés
Mellado redactando aquella primera novela, «El hombre que entrevistó a Dios».
Luego, vendrían los primeros escarceos, colaboraciones y reportajes, la revista
«Cuatro Ruedas», la agencia EFE, cientos de artículos, destinos en Chile y
Argentina…
"¿Y ahora? Cae derrumbado en el sillón.
Cierra los ojos. ¿Está ya todo escrito? Pues, a decir verdad, sí. La primera
creación —indiscutible— se llama Oriana. La segunda, Alejandro. Y la tercera,
Laura. Se escribieron con síntesis perfecta de amor y estilográfica adecuada. Y
ahora saborean el premio merecido, que como hijos agradecen. Deja, pues, —se
dice— que crujan estas vigas viejas, desvencijadas, carcomidas ya de tanto
soportar alguna lucha vana. En el frescor del patio gotea aún aquel grifo sin
reparar. Y las cucarachas, absortas, tatúan las paredes deshabitadas. [Habría
que llenar la balsa, a la tarde vendrán los primos a bañarse.]
"¡Por Dios, pero qué amarga es esta ginebra! Iré
a buscar limones. Hay que barrer el patio de hojarasca… […] «qué dolor de
papeles que ha de barrer el viento…», lo escribió Alberti y lo cantaba Paco
Ibáñez en aquel concierto del 69 en el Teatro Real…, que luego hubo que
abandonar por piernas, ante los esbirros grises de la dictadura que rodearon la
plaza porra en mano.
"Emilio, ¿es posible que esta película, esta
ristra de instantáneas aceleradas, esté a punto de llegar al desenlace? ¿La
esquina del tiempo? Menudo fiasco, querido. Pero si apenas habíamos empezado a
vivir… Y a escribir, no digamos. ¿Verdad, capullo? Échame un cable, «se está
haciendo demasiado tarde», como diría Tabucci, y tengo entre manos un último
—quiero decir, reciente, perdón— blog
digital que nos puede remontar de nuevo al principio de la historia. Antes de
que alguien diga: « […] qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua.» ¿Te
animas?"
Emilio Masiá Clavel
Gracias, Emilio. Me has jodido bien jodido.
ResponderEliminarPues yo lo encuentro precioso.
ResponderEliminarEmilio: cierto, además de entrañable. Muchas de las voces, como la llamada para comer, las ha rememorado Manuel conmigo alguna vez. Los libros, el patio, la balsa, los conozco, y los limones, gloria bendita. La agencia EFE, la hemos compartido durante muchos años, y también muchos gin tonic -yo, mas tónica, que ginebra-. Manuel, lo importante es el viaje, no el destino, ni cuanto falta para el desenlace.
ResponderEliminarUn abrazo para los dos.
Al leer esa columna cruzada entre tú y tu amigo Masiá, me encuentro con un recuerdo que en más de cuarenta años no había visto citado nunca. Me refiero al frustrado concierto de Paco Ibáñez en el Teatro Real en 1969. Como yo estaba allí, y precisamente para cruzar recuerdos, he decidido escribirte esto.
ResponderEliminarEl intento de concierto en realidad tuvo lugar en lo que entonces, y durante mucho tiempo después, era el Conservatorio de Música, que estaba situado en la trasera del Real con entrada independiente por la plaza de Isabel II. No estoy seguro de si fue en el propio invierno de 1969, y por tanto recién decretado el Estado de Excepción, o si fué luego en el otoño de ese mismo año. Pero sí recuerdo bien el frío que hacía en el momento de salir a la plaza cuando se oían ya las sirenas de la policía y asomaban por la calle Arenal los primeros Seat 1.500 de color gris con luces azules sobre el techo, como avanzadilla más siniestra si cabe (porque eran “sociales” y no uniformados) de varios Land-Rover con sus correspondientes pelotones de guardias armados.
A lo que voy es a lo siguiente: Yo entré en primero de Económicas en el otoño del mitológico 1968, con 17 años recién cumplidos (como soy del mes de septiembre esos 17 me habían permitido hacer Preu, y con el Preu ya aprobado pude en octubre matricularme en la Universidad). Quiere decirse que en 1969 yo estaba al borde de mis 18 años y, dependiendo de si el concierto de Paco Ibáñez tuvo lugar en invierno o en el siguiente otoño, cursando ya primero o segundo de carrera. Del incendio de aquellos meses y de aquella Facultad, donde todavía estaban juntas Políticas y Económicas, sí que se ha escrito bastante como para añadir ahora nada.
Pero aquí viene el recuerdo: En el momento de suspenderse el concierto los varios centenares de personas que nos amontonábamos por los pasillos empezamos a bajar varios pisos por unas grandes escaleras de piedra con gritos de “¡Libertad!” y algunos parecidos que retumbaban por todo el edificio. Y de repente se levantó un clamor que coreaba el famoso “Ay Carmela” en su versión más republicana y minera: “la mujer de Paco Franco / (rumbala, rumbala, rumbala, lá) / ya no guisa con carbón / porque guisa con los cuernos / de su marido el cabrón / ay Carmela, ay Carmela…”. Y en aquél momento, justo en aquél momento, tuve la sensación de que además de los estudiantes, el 68, el imperialismo y la revolución lo que estaba oyendo en realidad era el oscuro fragor de la historia de España a punto de caer sobre nuestras cabezas como una catarata.
Si luego esa catarata pudo o no encontrar su remanso, esa es otra discusión, ¿no? P.
Yo tambien encuentro en tu comentario anónimo recuerdos de hace más de cuarenta años y dejo constancia.
ResponderEliminarYo andaba por esa calle Arenal y vivía junto al Teatro Real, y fotografié las interminables colas de la larga noche de Franco en Palacio, sin la proximidad que a Meseguer le permitieron sus más años y su condición de periodista no cano.
Yo había jugado en la Plaza de Oriente, comido los barquillos de su barquillero, montado en su burrito,y con todos esos pertrechos me había matriculado en el menos mítico 70 en Políticas,donde hoy todo sigue lo mismo,incluso las interminables escaleras que saltábamos huyendo de los grises, menos invisibles que los temidos sociales de esa película que vivimos.
Lo que me ha dado la medida del paso del tiempo fue descubrir sus casi queridos escalones hollados y gastados,como si por ellos hubiesen pasado siglos de mareas, y la misma catarata de historia de las viejas escaleras de madera combada del Madrid de los Austrias, que se sujetan sobre un entramado invisible de recuerdos y fantasmas.
Y entre esos fantasmas empezamos a sobrevivir nosotros, los de la nostalgia y el recuerdo.