EL DÍA QUE MURIÓ PABLO NERUDA (I)
Lo que más
lamentarán los restos de Pablo Neruda cuando los exhumen por orden del juez será
separarse de los de Matilde Urrutia, su tercera esposa, tan a gusto como
reposan desde 1992 hombro con hombro en Isla Negra, bajo el tinglado de maderos
con las campanas de avisos de algún barco desguazado y frente al océano
Pacífico. Puede que todavía mantengan el rito que practicaban a diario: besarse
en el momento en que el Sol desaparecía por el horizonte. Paradoja sobre
paradoja, porque ni Isla Negra es una isla, sino lugar costero; ni el Pacífico
es calmo, sino bravío y pendenciero como marinero ebrio. Pero allí se
encuentran los amantes, la pareja a la que Salvador Allende no dudó en
calificar como la más romántica de su generación, frente al mar y bajo la Cruz
del Sur. Los huesos de Matilde sentirán un escalofrío con la separación, como
aquella tarde del 31 de mayo de 1976 en Madrid en que una hermosa sexagenaria,
capaz aún de enamorar hombres a manadas, le hablaba quedo al periodista,
envueltas sus palabras en la música ambiental de aquel hotelito de Serrano, a
apenas diez mil kilómetros de un Augusto Pinochet en la plenitud de su tercer
año triunfal.
“Pablo… La muerte de Pablo se desarrolló en un ambiente de tragedia”, dijo, no sin advertir que no iba a contar más la muerte del poeta chileno puesto que cuantas veces la contaba se enfermaba durante al menos un par de días. Sí refirió que desde el 11 de septiembre de aquel 1973 en que el general Pinochet perpetró el golpe de Estado que llevó a la muerte a Salvador Allende trataron de mantener un muro de silencio en torno a Neruda. Le ocultaron los actos de vandalismo que habían desvalijado y medio destruido La Chascona, la casa que Neruda mandó construir en 1953 para Matilde en el barrio santiaguino de Bella Vista y que terminó configurando el triángulo mágico de las residencias del poeta con La Sebastiana de Valparaíso e Isla Negra.
Habían podido
salvar las colecciones y los enseres de las dos residencias costeras, pero no
La Chascona cuyos suelos se vieron tapizados de cristales que crepitaban bajo
las pisadas de los amigos que acudieron al velatorio. Matilde accedió
finalmente a contarle al periodista aquellas terribles jornadas, empezando por
el golpe militar que les pilló en Isla Negra: “Tenía una radio muy grande en la
que oía las noticias argentinas. Allí oíamos mejor Argentina que Santiago. La
muerte de Salvador, que en Chile no se dio hasta el tercer día, la supimos
nosotros una hora después por las radios argentinas”.
“La muerte de
Pablo se desarrolló en un ambiente de tragedia. Yo lo veía a él muy mal [por su
cáncer de próstata], pero no creí nunca que Pablo se moría. Al día siguiente en
que se puso mal nos íbamos para Méjico porque el Presidente mejicano [Luis
Echeverría] había enviado un avión a buscar a Pablo. Teníamos dos valijas con
ropa y libros en la Embajada mejicana. Íbamos a viajar el mismo día que murió,
el 23 de septiembre. No sé si, de haber alcanzado a salir, Pablo se habría
salvado, porque creo que Pablo estaba quebrado”.
El periodista
estaba tan arrobado escuchando a la viuda de Chile que escribió entre
paréntesis, en la misma entrevista que se publicó en el mes de junio de ese año
en Gaceta Ilustrada: “¿Cómo describir
a Matilde Urrutia, señora de Neruda? Se precisarían cien perfectos sonetos, o
los versos de un capitán, o el genio de un Neruda o, quizás, el amor de Pablo.
Sólo que sus palabras salen lentísimas y matizadas de sus labios, que sus
pausas suenan tan importantes como sus frases, que la sonrisa no desaparece a
no ser que le deje paso a la risa –“tu risa cae como un halcón desde una brusca
torre”-. Matilde…”
El 22 de
septiembre, Matilde Urrutia viajó a Isla Negra en busca de maletas. Permaneció
unas cinco horas fuera de la clínica en la que estaba ingresado Neruda. “Apenas
llegué, empezó él con el teléfono a buscarme: “Véngase”. Yo le decía: “Pero,
¿qué pasa?”. Cuando volví le pregunté: “¿Qué pasa, Pablo?”. Dijo: “Pasan cosas
terribles. Usted no sabe nada de lo que pasa” Como yo no se las había contado,
creía él que no sabía nada. Ya lo encontré con bastante fiebre”.
(Un inciso
por el “Véngase”. En Chile es más habitual hablar de usted que tutear, incluso
en familia. Es común escuchar a una mamá decirle a su bebita: “No llore tanto
mi guagüita que enseguida la atiendo”. Matilde le contaba al periodista que en
Chile “algunos matrimonios, no todos, comienzan tuteándose y después, sin pretenderlo,
un día se hablan de usted, porque el usted entonces es de más confianza que el
tú”. Como se hablaban ellos.)
Concluirá el
jueves…
Siempre es un placer leerte, y rememorar, porque las hemos hablado, algunas de las cosas que cuentas. Espero seguir haciéndolo. Formas parte, como dice Benedetti, de "La gente que me gusta".
ResponderEliminarQué preciosidad de evocación, qué lenguaje preciso y poético: "...cristales que crepitaban bajo las pisadas de los amigos". Qué placer de lectura.
ResponderEliminarGracias Rosa, gracias Ignacio. Con amigos como vosotros hasta el fin del mundo.
EliminarQue sí, que da gusto leerte, aunque estés lejos. Un abrazo fuerte y cariñoso.
ResponderEliminarLa síntesis del periodista y el inspirado vuelo poético se juntan en tus líneas, Manuel. Me dio mucho gusto leerte y comprobar que no es cierto lo que afirmara Salvador Novo: “no se puede alternar el santo ministerio de la maternidad que es la literatura con el ejercicio de la prostitución que es el periodismo”. Podrías cruzar el charco y venir a beber unos vinos por este sur solar de 40 grados en la sombra. Un abrazo galáctico.
Eliminarhttp://www.amediavoz.com/novo.htm#DILUVIO
Acabo de ver la web que me sugieres y la he colocado en mis blog favoritos. No será en vuestros 40 grados, pero podría ser a nuestros 40 grados. El cruce del charco se me hace cada día más imperioso. Otro abrazo
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